Comenzaba el pasado viernes, con el concierto que comentamos a continuación, el Ciclo de Conciertos de Primavera del Auditorio de Zaragoza. Y lo hacía de la mejor manera posible, con un cartel encabezado por el director Juanjo Mena, la London Philharmonic y el pianista Javier Perianes. Este puso las pinceladas románticas en una exquisita lectura del Cuarto de Beethoven, mientras que Mena brindaba un Mozart clásico muy bien trazado además de acompañar con precisión, apoyado en una orquesta que domina este repertorio a la perfección, al pianista.
El programa elegido se centraba en últimos años de la producción mozartiana, una época de indudable plenitud creativa, y en el comienzo del siglo XIX, con un Beethoven también especialmente inspirado. Comenzó el concierto con la obertura de Don Giovanni, una pieza que fuera del foso y en manos de Mena sonó mucho más orquestal que teatral, como si el director quisiera desligar la celebérrima pieza de su ópera original y crear un enlace expresivo, como composición independiente, con la sinfonía mozartiana que conformaba la segunda parte. Para ello se sirvió de tiempos muy marcados y contrastados, un apreciable volumen orquestal y un aire en general festivo, volcándose en los acentos más burlescos de la partitura. Este planteamiento de líneas claras y bien trazadas fue fundamental en la obra que conformó la segunda parte: esa joya que es la Sinfonía núm. 39 de Mozart, la primera de la trilogía que cierra su creación sinfónica. Mena nos ofreció una versión fresca, alegre y amena de una partitura que tiene indudables conexiones con la obertura de Don Giovanni (compuesta un año antes que la sinfonía), y en donde las influencias masónicas confieren su carácter especial a esta partitura. En todo momento una ejemplar London Philharmonic (especialmente con unas cuerdas muy inspiradas) conformó con las directrices de la batuta esa estructura perfecta, cumbre del clasicismo, pero que anuncia, con pequeños detalles (sobre todo en los movimientos más lentos –perfecto el Adagio, vibrante el Menuetto) el advenimiento de nuevas formas musicales que acabarán fraguando el romanticismo. Mucho más atento a las cuerdas (de ahí, quizá, su excepcional rendimiento) que al resto de la orquesta, Mena pareció muy cómodo en todo momento aunque quedó la sensación de que podría haber dado algo más, un mayor aliento e inspiración, e intentar buscar la garra que el salzburgués tiene, especialmente en los pentagramas de esta sinfonía. De todas formas, hubo momentos muy inspirados, por ejemplo, el del trío del minueto en el que las maderas atacan en un maravilloso juego (muy bien recalcado por Mena, además), y que fue de lo más delicioso de la noche.