El segundo concierto de Sir Simon Rattle y la London Symphony en el Festival de Santander estuvo conformado por un programa fuertemente vinculado con la velada previa. Mahler, Dvorak y Janacek son tres compositores cuyas fechas y localidades de nacimiento están respectivamente separadas en el tiempo y en la distancia por menos de dos décadas y 300 kilómetros. Y sin embargo, los tres pertenecen a mundos claramente diferenciados y en muchos aspectos antagónicos: el bohemio, el moravio y el germánico. Desde los ya lejanos inicios de su carrera, Rattle ha mostrado una especial predilección por la música nacida en esta asombrosa franja centroeuropea.
La segunda colección de Danzas eslavas de Dvorak protagonizó una deliciosa primera parte. La dirección clarividente de Rattle y una proverbial LSO nos trasladaron a un mundo colorista y desenfadado, pero al mismo tiempo rebosante de nostalgia. El impetuoso arranque de la primera danza, a modo de straussiano galop, fue trazado a la perfección por la orquesta, la cual exhibió un sonido brillante y pleno de carácter, pero al mismo tiempo dio una lección de ductilidad en un trío repleto de incontables sutilezas. En la evocadora segunda danza Rattle creó mágicamente una atmósfera de una belleza abrumadora. El trío fue una portentosa exhibición de las cuerdas de la LSO: los rapsódicos violines –ya no divididos como el día previo en Mahler– llenaron con su vehemencia e intensidad el último rincón de la vasta sala del Palacio, mientras que los retardandi de los cheloss –que igualmente sonaron como un único instrumento– aportaron un aura a la interpretación que pocas veces puede uno encontrar en un escenario. Rattle estuvo igualmente certero en la tercera danza: la más rústica y robusta, pero precisamente por eso más problemática. En la bellísima cuarta, con su impresionista arranque, y la intimista sexta –una polonesa– Rattle anticipó la gracia y elegancia que posteriormente caracterizaría a su Ravel. La quinta danza, mucho más marcial, introduce un carácter más ceremonial en el que Rattle se mostró igualmente inspirado. La enérgica séptima fue de principio a fin un enérgico despliegue de fuegos artificiales que a duras penas el público se resistió a acompañar danzando en sus butacas. Su do mayor final desencadenó una ola de aplausos anticipados. Pero aun restaba una octava, una sousedská cuya punzante y conmovedora interpretación cerró una primera parte de auténtico lujo.