Existe en astronomía una palabra casi secreta que denomina el momento en que tres o más cuerpos celestes se alinean: sizigia. El novilunio, la noche oscura, transcurre durante este intervalo extraño, cuando la Luna, el Sol y la Tierra trazan de forma perfecta un ángulo de 180º. Pero también la conjunción planetaria interviene en el plenilunio, la Luna llena, constituyendo el sínodo opuesto. Tal es la naturaleza del avistamiento que tuvo lugar en el Auditorio, entre las 19.30 y las 21.20 aproximadamente, el jueves 26 de enero de 2017: Valery Gergiev, la Orquesta Sinfónica del Teatro Mariinsky y Sergei Redkin, una de las constelaciones más fulgurantes que se recuerdan en la nocturnidad madrileña.
Amén de la ralea o prosapia que adorna al elenco del Mariinsky, encabezado por Gergiev desde hace la friolera de 29 años –en 1988 recogió el testigo de otro gigante, Yuri Temirkánov–, hay que destacar el arte y la parte sedentes en el programa: Rimsky-Korsakov, Liádov y Rachmaninov. La difusión y efluvio del repertorio ruso por territorio patrio y ajeno vienen desde hace tiempo articulando el proyecto de Gergiev, que no consiste únicamente en la recuperación de catálogo, sino también en su interpretación al más alto nivel. En esta ocasión el abanico folclórico se desplegó a través de la miniatura, la rapsodia, la suite de concierto y la gran forma: variaciones sobre un mismo tema que ponen de manifiesto la esplendorosa feracidad del paisaje.
La velada dio comienzo con la suite de El cuento del zar Saltán, de Rimsky-Korsakov, obra programática alumbrada al socaire de la ópera homónima, a su vez basada en un relato de Alexander Pushkin. El tino del metal en los papeles solistas, la riqueza y gama cromática de cuerdas y el balance exacto de la percusión construyeron un imaginario de fantasía, que transitó con excelencia el arco dibujado por los tres movimientos: Marcha y despedida del zar, La zarina a la deriva en un tonel y Las tres maravillas. Una recreación maestra encauzada por el vasto conocimiento y cuidado musical, tónica que se prolongaría durante todo el concierto.
Acto seguido compareció Sergei Redkin, otro joven talento auspiciado por Gergiev –entre sus numerosos esfuerzos para la promoción de las nuevas generaciones, el moscovita es director desde 2011 del Concurso Internacional Tchaikovsky–, que respondió sin cortapisas a la exigencia del guión. Con interpretaciones de semejante calibre se lamenta que la Rapsodia sobre un tema de Paganini ocupe un puesto secundario en la programación, relegada en favor del resto de grandes trabajos firmados por Rachmaninov. Y no hay que atender a la menor presencia de elementos virtuosísticos en la voz solista; el engarce adecuado entre piano y orquesta ofrece como resultado algunos de los pasajes más memorables compuestos para dicho cuadro. Gergiev y Redkin urdieron una impagable ejecución de las 24 variaciones, pero la pasión catártica y el arrobo se concentraron en la número 18, logrando un momento sublime y absolutamente irreal, de los que perduran en el recuerdo. Vocalise, que el pianista de Krasnoyarsk brindó a modo de propina, fue el broche de oro a una actuación de ensueño.