Era una noche maravillosa, una de esas noches, amable lector, que quizá solo existen cuando somos jóvenes.
Independientemente del vínculo que quiera establecer Dostoyevski entre magia, destino y juventud, las noches blancas son un fenómeno atmosférico real. Tienen lugar en latitudes polares, durante los últimos días de junio, alrededor del solsticio de verano. Y, ciertamente, se prestan a la evocación metafórica con reconocible coturno. Lo saben de primera mano Yuri Temirkanov y la Filarmónica de San Petersburgo, que vienen asistiendo juntos, desde 1988, al extraordinario episodio.
Más longeva incluso es la colaboración entre Ibermúsica y el conjunto ruso: se inicia en 1971, cuando aquel aún respondía al rótulo de Orquesta Filarmónica de Leningrado. Una relación de 46 años que únicamente se explica al socaire de la preocupación por ofrecer música (especialmente la que comparte denominación de origen) con el mayor cuidado y al más alto nivel. En semejante marco, cobra todo su sentido el programa que ocasiona nuestra crónica: La leyenda de la ciudad invisible de Kitezh (Suite) y Scheherezade (Op.35), de N. Rimsky-Korsakov, mediadas por Francesca da Rimini (Op.32), de Tchaikovsky.
Los argumentos o connotaciones de estas tres reliquias pueden subsumirse en la siguiente fórmula: hacer frente a la muerte (llegando a engañarla) mediante el poder de lo fantástico y la compasión. Así, la ciudad de Kitezh desaparece para evitar al enemigo mongol, Dante se apiada de Francesca y Paolo, la pareja de condenados por antonomasia, y Scheherezade logra entretener al temible sultán Schahriar con el relato noctámbulo de historias prodigiosas. Detengámonos en desgranar la traducción musical de todo ello, tan sublime como extremadamente exigente.
Temirkanov, con gesto sencillo, dio comienzo a La leyenda de la ciudad invisible de Kitezh: un acorde sostenido y sombrío y una serie arpegiada de arpa fueron suficientes para generar el ambiente irreal que domina la escena. Desde el inicio, la legendaria orquesta rusa mostró cómo deben combinarse las funciones melódica y armónica sin menoscabo de densidad sonora. Una sensacional sección de violas dotó a los pasajes cantabile de belleza tímbrica difícilmente equiparable. Maderas y metales redondearon la encomiable labor de cuerda, recordándonos la potente y exquisita orquestación encerrada en una página que, a pesar de su popularidad pretérita, hoy no es interpretada con demasiada frecuencia.