La música nacionalista, y particularmente la de los compositores checos, contiene habitualmente una referencia a la despedida. No son muy dados a abandonar su patria los compositores nacionalistas, y si lo hacen, siempre producen obras donde su tierra tiene una presencia poderosa, ya sea a través de sus ritmos patrios o de sus melodías tradicionales. Pensemos en Dvořák, que antes de abandonar su país para dirigir el Conservatorio de Nueva York había rechazado una primera oferta precisamente por negarse a abandonar su tierra; y en Smetana, exiliado en Suecia, que compuso en el país nórdico muchas de sus grandes obras. Hoy, la Orquesta Clásica de Santa Cecilia nos ha traído el sentimiento eslavo con dos de sus obras más representativas, la Sinfonía del Nuevo Mundo y el Poema sinfónico “Die Moldau” y nos ha sabido transmitir la nostalgia que le es propia a la despedida con la delicadeza de sus fraseos y el compromiso de sus solistas.
El concierto se inició con el Moldava, o Vltava, como lo nombran los checos en su lengua materna. Ahí se encontraba Daniel Raiskin frente a la orquesta, delineando con precisos movimientos curvilíneos los contornos del famoso río “a través de bosques y praderas”, tal y como indica el compositor. Las flautas respondían sinuosamente, con precisión, y reflejaban el nacimiento del río. Y lentamente, pero sin perder la fluidez, las diversas familias instrumentales fueron dibujando la descripción de Smetana: el baile de las sirenas, los remolinos en las cataratas de San Juan, los cazadores, el casamiento de dos campesinos… Y la orquesta respondió adaptando sus timbres a las diversas estampas que se presentaban a lo largo del caudal, y casi habría bastado con observar los trazos del director para que Smetana se pudiera dar por satisfecho (recordemos que el padre de la música checa estaba completamente sordo en el momento de componer esta partitura).
Entonces llegó el momento de los rusos. Raiskin y el extraordinario pianista Alexei Volodin se confabularon para embestir a la sala con una portentosa versión del Segundo concierto para piano de Tchaikovsky. Este es un concierto temido por los pianistas debido no solamente a su longitud, sino a su tremenda dificultad técnica. Se trata de una escritura poco convencional para una obra concertante, pues los momentos en que orquesta y solista coinciden son pocos, y por tanto el piano tiene un protagonismo independiente con una presencia muy pronunciada. En todo caso, a Volodin no le tiembla el pulso al afrontar una partitura tan audaz en la que las dificultades se suceden sin tregua. No se le resistió una nota, no se percibió ni una pizca de inquietud en las sucesiones de octavas brillantes, ni un asomo de blandura en los potentes acordes, ni un solo escollo en los compases veloces, y el pulso se mantuvo estable en todo momento.