Qué mejor manera para concluir el año que acudir una vez más a una interpretación de la Novena sinfonía, la obra cumbre de la música misma. Y eso que no es de audición fácil. Hay que estar preparado para dejarse invadir por todas las emociones que propone Beethoven. Nos va a enfrentar con el destino, con el desconsuelo, con la furia, y sólo al final, tras una endemoniada lucha contra las fuerzas del mal, nos brindará la alegría, la fraternidad y el amor. Además, transmitir estos sentimientos eficazmente requiere una gran formación y un gran director. El entramado orquestal exige un alto dominio técnico, y el coro debe estar bien pertrechado para solventar las demandas de Beethoven. Vaya por delante que tanto la orquesta como el coro estuvieron a la altura de la sinfonía, y que el director Vladimir Kulenovic supo conducir ambas formaciones en una versión personal, pero al mismo tiempo convincente.
Hay que señalar el enfoque sonoro de carácter seco que adoptó el director, porque esto permite al oyente descubrir las texturas instrumentales donde en otras ocasiones encuentra una gran masa de sonido. Esta ventaja se apreció en cuanto el murmullo de las cuerdas dio paso al primer tema, y se perpetuó durante el resto de la sinfonía, haciéndose particularmente valioso en los pasajes fugados del Scherzo. A Kulenovik hay que reconocerle otro mérito, el de ser un director preciso que sabe bien lo que quiere de su orquesta y de qué forma ha de pedírselo. Las entradas claramente marcadas, cada cambio de intensidad acompañado de una seña inequívoca, amplios gestos para las líneas cantabile, y movimientos cortos para los pasajes abruptos. En todos estos matices, el director fue absolutamente inteligible y también marcó con enorme precisión el fluir rítmico de la sinfonía.