El festival madrileño Operadhoy lleva ya 13 años de fructífera exploración de la música escénica contemporánea. En esta ocasión, en lugar de contar con artistas consolidados, ha encargado nuevas obras a 3 compositores españoles jóvenes, cuyo nexo común, bajo el título de Sinergias, ha sido la subversión de los límites entre las distintas disciplinas escénicas (ópera, performance, danza y videoarte). El resultado ha sido una semana interesante de apuntes, ensayos y promesas.
La primera obra, 0.997 de Alberto Bernal (1978), es una conjunción bastante orgánica entre performance (un corredor sobre una cinta mecánica), música y vídeo (de Álex Serrano). El ritmo de los pies del corredor, su respiración cada vez más agitada y el bajo continuo de la cinta son la base sonora para un conjunto de cuatro saxofonistas que van trenzando una sincopada escala de tensión, primero con bajos luego con tenores y finalmente con sopranos. Salvo algún momento de bello cromatismo en la primera parte, el diálogo entre ellos es feroz, esquirlas sonoras sobre el corredor fatigado hasta llegar a un paroxismo final de diez minutos inmisericordes en forte metálico. Una cámara graba al corredor y la imagen proyectada sobre el fondo del escenario se va transformando paralela a la música, también en su propio crescendo visual: primero simples juegos con el plano y el zoom, luego mosaicos en los que la imagen se multiplica y finalmente distorsiones de la figura humana, descompuesta en un caleidoscopio cada vez más abstracto.
Todos los elementos están perfectamente integrados y sirven con fuerza a una dramaturgia lineal, coherente pero sin demasiado vuelo. La música sólo se interrumpe para proyectar algunas citas algo superficiales (Adam Smith, Milton Friedman, Ford), que dan las coordenadas ideológicas del espectáculo. La cinta mecánica es una verdadera cadena de montaje en la que el trabajador es el producto, arrastrado a una linealidad alienante, en una ilusión de movimiento sin dirección. El personaje central corre pero no actúa, es un antihéroe a quien la rutina y la repetición arrancan de cualquier posibilidad dramática. En la escena final, machacado y sin identidad, el corredor salta de la cinta y asfixiado intenta tocar uno de los saxofones, del que ya no sale música.
En cierto modo esta obra enlaza temáticamente con Leviatán, de Oliver Rappoport (1980), que también da vueltas en torno al lugar de la persona en la sociedad post-industrial. De la línea al círculo, Leviatán encierra a su personaje, interpretado por la extraordinaria bailarina y coreógrafa Tania Garrido, en el fetal vientre de la ballena formado por las gradas del público, que crean un espacio escénico verdaderamente bien trabajado por Rubén Vejabalbán. Saxo, clarinete y, sobre todo, percusión electrónica (soberbia Núria Andorrà) crean un mundo sonoro abstracto y con cierto poder de fascinación, que se completa con grabaciones y voces en off.
El viaje de la protagonista sí tiene en este caso un claro recorrido dramático, dibujado con precisión por una coreografía asfixiante, de gestos tensos y reprimidos que describen la acción en un mundo en el que el trabajo y la tecnología son de nuevo pesadas losas sobre el individuo y su creatividad. En un momento de la acción, la protagonista y la percusionista (los músicos formaban también parte de la acción) se abrazan con fuerza, en un bello instante de consuelo, pero los otros dos músicos tratan de separarlas dándoles a leer papeles que interrumpen brevemente su encuentro. Todo es distracción que exaspera la soledad y acelera el camino al único final posible: el principio, el silencio arrullador del vientre, que cierra el círculo.