Humor, ternura, melancolía y dinámicas sociales son parte de La Cenicienta de Gioacchino Rossini, la adaptación operática que troca el aspecto fantástico del cuento de hadas de Perrault con un realismo apegado a los sentimientos humanos como protagonistas. Una puesta en escena ideal de esta obra debiera mantener estos aspectos en perfecto equilibrio. Su retorno tras 13 años al Municipal de Santiago (Ópera Nacional de Chile), es bastante satisfactorio, especialmente en lo musical, aunque funciona mejor en todo lo que se refiere a su pilar jocoso, lo bufo de esta ópera.
La régie de Jérome Savary, con reposición y coreografía de Frédérique Lombart, es un triunfo en el aspecto teatral. El elenco del abono Ópera Estelar (donde predominan los artistas chilenos) se mostró parejo en su desempeño escénico, aprovechando cada recoveco de la partitura para movimientos corporales y gesticulaciones, a la par con los ritmos y los contornos melódicos escritos por el Cisne de Pésaro. El marco para esto fueron los sobrios diseños escenográficos y de vestuario de Ezio Toffolutti, dieciochescos en su inspiración. A ello hay que sumar un elemento importante en la creación de atmósferas y transiciones: la satisfactoria iluminación manejada por Ricardo Castro.
Habíamos dicho que lo musical fue el gran fuerte de este montaje, y en eso, la Orquesta Filarmónica de Santiago fue inexpugnable sostén, bajo la muy despierta dirección de Pedro-Pablo Prudencio, director residente de la agrupación. Su batuta apuntó con acierto a la prosodia inherente del texto musical, con enfáticas acentuaciones, y deliciosas graduaciones de volumen sonoro. A ello se suma la constante calidad que ofrecen los miembros del Coro del Municipal preparado por Jorge Klastornick.