Justo cuando concluyen las celebraciones del accidentado año Beethoven cabe recordar, por aquello de ampliar la perspectiva, que la ópera fue el único género que se le resistió. Por el contrario, durante las primeras décadas del siglo XIX, Rossini llenó los coliseos de toda Europa para constituirse en el puente que llevaría el teatro mozartiano al romanticismo. Un espacio de transformaciones ampliado en la lectura que hizo el director de escena Laurent Pelly de La Cenerentola.
El marco temporal de esta nueva producción oscila entre un presente hiperrealista y opresivo, en el que Angelina es explotada y humillada por la familia del Barón, y su mundo interior escapista, en el que Don Ramiro y su séquito visten trajes y pelucas de finales del setecientos de color rosa flúor y el menaje de porcelana se convierte en enormes siluetas igualmente tintadas. Un mundo perturbador (“un relámpago, un sueño, un juego”), semejante al universo del cómic, intensificado por los movimientos hipnóticos del atrezo. Así, Angelina/Cenerentola se desprende de las zapatillas, del mandil y de los guantes de plástico que lleva, para enfundarse un elegante vestido blanco y gris ceniza. Una especie de traje de superheroína que le permite corregir la máxima revolucionaria “libertad, igualdad y fraternidad” al proclamar que para querer a una mujer hay que proporcionarle “respeto, amor y bondad”.
En torno a esta idea, Pelly guía con cuidado al espectador para que no se pierda ninguno de los numerosos detalles y paralelismos que plantea. Aporta tantos, que solo mencionaremos una carroza formada por los muebles y electrodomésticos de la cocina a la que se le superpone la silueta de un ostentoso carruaje, y un par de armarios de los que salen respectivamente Cenerentola y el filósofo/mendigo Alidoro. La primera, convertida en heroína, como hemos mencionado, y el segundo en el director que orquesta con su batuta/varita mágica las demás transformaciones. Todo ello es envuelto siempre en un intenso trabajo actoral, que traduce en movimiento muchos pasajes de la partitura, una iluminación expresiva y una perenne comicidad.
Sin embargo, pese a este exceso de estímulos visuales, el regista es capaz de vaciar de súbito el escenario para dejar que la protagonista lo llene cuando resume, a modo de conclusión, el crecimiento personal que le hemos visto sufrir. A ello contribuye el apoyo de un simbólico zoom, generado por su caminar desde el fondo hasta la boca del escenario, a la vez que intensifica el canto (“Nacqui all'affanno, al pianto”). Esta maduración de la protagonista fue otra de las mudanzas propuestas, encarnada convincentemente por Anna Goryachova, quien evolucionó desde la expresividad retraída del inicio hasta una sonoridad expansiva, potente y segura en el artificio en el final. En lo teatral también tuvo momentos arrebatadores: sirva de ejemplo que se puso a saltar sin control sobre un sofá de forma muy divertida.