Tras su meritoria actuación del día anterior, la Tonhalle-Orchester Zürich y Lionel Bringuier regresaban al escenario de la Sala Sinfónica del Auditorio Nacional, en esta ocasión con un programa conformado por las composiciones de tres autores diferentes -entre sí y con respecto a la interpretación del día anterior- y fundamentales para la historiografía musical: Sinfonía núm. 4, de Beethoven, Suite núm. 1 de Peer Gynt, de Grieg y Variaciones Enigma, de Elgar. Un itinerario sin duda complejo, donde tanto la popularidad -en los casos de las piezas de Grieg y Elgar- como la falta de ella -en el caso de la Sinfonía núm. 4- redoblan la exigencia y obligan, más que nunca, a un ejercicio preocupado por su lenguaje y por su forma.
La lectura se abrió con la Sinfonía núm. 4. Escrita en 1806, el mismo año que el Concierto para violín, y estrenada en casa del Príncipe Lobkowitz, la partitura guarda un vínculo complejo con la Heroica y la Sinfonía núm. 5. Las notas de María Santacecilia recogían en su primera línea una indicada cita de Schumann a este respecto: “Una joven delgada [la Sinfonía núm. 4] entre dos gigantes nórdicos [la Sinfonía núm. 3 y la Sinfonía núm. 5]”. Sentencia que, al menos en parte, desmiente la excelente acogida que obtuvo la Cuarta en sus representaciones de 1807, pero que en todo caso apuntalan la dificultad que mencionábamos más arriba.
Pues bien, la Tonhalle-Orchester logró que su exégesis despejase la incógnita, revelando lo meritorio de esta página, injustamente condenada a un plano secundario dentro del corpus beethoveniano. Así lo probaron sus integrantes -mención especial para la sección de violines y la madera- durante los 4 movimientos: I. Adagio-Allegro vivace, II. Adagio, III. Allegro vivace y IV. Finale: allegro ma non troppo. Las virtudes que recorrieron la totalidad de la obra se concentraron en una cohesión encomiable de archi -que, en numerosas ocasiones, sostuvo el discurso sonoro por sí sola, sin la intervención de las otras voces-, un carácter basado en el ataque y en la resistencia ante el desfallecimiento del tempo -es preciso aplaudir en este punto la labor de Bringuier- y una energía de principio a fin, que no echó de menos, en la aludida comparación con la Tercera o la Quinta, los decibelios del metal.