Este fin de semana los asiduos de la OCNE nos hemos visto sorprendidos por el fallecimiento de Víctor Martín, concertino jubilado de la formación. La sesión del sábado se inició con el anuncio de esta noticia y el obligado minuto de silencio. Además, la Orquesta y el Coro dedicaron el concierto a su compañero violinista. Casualidades del destino, o cosas de la vida, si se prefiere, el caso es que el concierto incluía un réquiem en su programa, tributo sin duda inigualable para un músico fallecido.
Y mejor el de Fauré, porque de alguna manera rechaza el drama que le atribuyen otros compositores a esta forma litúrgica. No hallamos aquí el menor rastro de oscuridad, de temor o de tragedia -ni siquiera contiene la partitura un Dies irae que pueda soliviantar al oyente con la amenaza del Juicio Final. Este es un réquiem contemplativo y pausado, que se percibe más bien como una suerte de tránsito hacia un lugar más luminoso y espiritual que el terrenal que nos ha tocado. Afkham y su formación supieron conectar con el carácter particular de esta composición, y propusieron una interpretación liberada de las crudezas típicas de la Misa de Difuntos.
El Réquiem comenzó con un impetuoso acorde en re menor enunciado por las cuerdas, las trompas y los fagotes, seguido por la inmediata intervención del coro, implorando el descanso eterno. Fauré exige un fortísimo a este acorde, un pianísimo a las voces que lo siguen, y un tempo excesivamente lento que puede provocar un cierto regodeo en la expresión y un discurso pesaroso. Pero Afkham es un maestro del tempo y de la dinámica, y condujo a sus músicos ofreciendo un camino meticulosamente trazado, pero dejándoles espacio para su expresión individual. Un comienzo, sin duda, estremecedor, que se perpetuó en lo redentor desde que el coro pidió la “luz eterna” hasta que alcanzó el tránsito hacia el paraíso.
Comprometidos sobremanera con la circunstancia y con la obra, la Orquesta y el Coro ofrecieron una visión memorable de esta partitura. También resultaron memorables las intervenciones de la soprano Christiane Karg en el "Pie Jesu", admirablemente acompañada por las cuerdas y el órgano; y las de la orquesta y el coro en el Agnus Dei, mostrando un dominio sin fisuras en la dirección de los amplios fraseos. En cambio, no estuvo del todo acertado el barítono Bondarenko con una emisión de la voz falta de fuerzas y con una expresión algo insegura. Quepa apuntar, más bien por el carácter expresivo y religioso de sus escasas intervenciones, que hubiera sido deseable que prescindiera de la partitura, leer el texto y las notas de un papel, sin duda afecta al resultado artístico.