El concierto ofrecido por la Orquesta Sinfónica de Navarra el pasado viernes fue un botón de muestra de cómo la música es vehículo de emociones y sentimientos, y generadora de una energía interior que puede alterar de diferentes maneras el estado de ánimo de quien la ejecuta y de quien la escucha. Si Rossini pellizcó haciendo cosquillas, Shostakovich hirió con la dureza de su composición mientras que Brahms alivió finalmente el alma con sus movimientos pausados y de amplio respiro.
Como una caminata para subir a la cumbre de una montaña, el concierto empezaba con la frescura, la jocosidad y el ritmo salteado –pero a la vez preciso– de la breve obertura de L'italiana in Algeri de Rossini. Una alegría inicial pronto interrumpida por la empinada cuesta arriba que significó la ejecución, a cargo del solista granadino Guillermo Pastrana, del Concierto para violonchelo, de Shostakovich. El contraste no podía ser más grande. A pesar de un ritmo igual de rápido que el de la obertura rossiniana, la alegría desapareció de inmediato del escenario para dejar paso a la gravedad y a los tonos metálicos de los instrumentos. La mayor concentración y tensión llegaron a ser palpables.
En la ejecución del concierto, Pastrana fue extremadamente preciso, tanto en la técnica como en la interpretación. Se mostró todo uno con su violonchelo y con la orquesta y fue capaz de transmitir la energía que emana de una obra compleja y técnicamente difícil. Sensacional fue la habilidad demostrada a la hora de tocar los compases que exigían realizar con la mano izquierda el acorde y un pizzicato al mismo tiempo: el sonido fue a tal punto cristalino que daba la impresión de estar acompañado por otro músico. Una vez alcanzada la cumbre, Pastrana cogió de la mano a quien le estaba escuchando y –con una humildad y transparencia encantadoras– hizo que cerrara los ojos y recuperara la calma al son de la Nana de Manuel de Falla.