En una nueva etapa cargada de iniciativas destinadas a recuperar, tras meses de incerteza, la confianza en su proyecto artístico, la OSG ofreció en el Auditorio Gabriel García Márquez de Mera (localidad costera situada frente a la ciudad de A Coruña, al otro lado de la ría) su segundo programa de abono, marcando un hito simbólico: era la primera vez que la formación visitaba este pequeño auditorio de apenas 400 localidades, prácticamente todas ellas ocupadas. El gesto, que podría parecer menor, encerraba un profundo significado: acercar la orquesta al público en un espacio modesto pero cálido, reafirmando su voluntad de estrechar lazos con la ciudadanía, incluso fuera de los habituales circuitos sinfónicos. El retorno, tras dos años de ausencia, de Dima Slobodeniouk a la que durante una década fue su casa era un aliciente adicional, tanto emocional como artístico, pues suponía el reencuentro de la Sinfónica de Galicia con uno de los directores que más profundamente han marcado su actual sonido y su identidad colectiva.

Profesores de la Orquesta Sinfónica de Galicia © Orquesta Sinfónica de Galicia
Profesores de la Orquesta Sinfónica de Galicia
© Orquesta Sinfónica de Galicia

La interpretación de la Cuarta sinfonía dejó claro que Slobodeniouk sigue fiel a su concepción objetivista de Beethoven. Fue una lectura de tensiones contenidas, donde el drama surgió de la propia arquitectura de la música y no de una exaltación expresiva añadida. El mejor ejemplo lo constituyó el Adagio, en el que, frente a visiones más románticas o noveladas —imborrable la célebre de Carlos Kleiber—, el director finlandés optó por crear una atmósfera de serena introspección, casi camerística, donde cada línea instrumental respiraba con naturalidad y equilibrio, sin caer en el exceso retórico. Destacó especialmente el Allegro ma non troppo final, con un delicioso contrapunto entre violines y maderas (inspiradísimos David Villa al oboe y Juan Ferrer en el clarinete) y unas cuerdas precisas y empastadas en todo momento. Fue una conclusión a la vez vigorosa y equilibrada.

La Séptima sinfonía, esa “apoteosis de la danza” que tanto fascinó a los compositores por su impulso rítmico, desde Wagner, que la describió como el triunfo del movimiento puro, hasta Berlioz, que admiraba su vitalidad casi orgánica, o Saint-Saëns, quien la homenajea en su olvidada Segunda sinfonía, respondió plenamente a las expectativas. Fue una Séptima plena en todas sus costuras. Slobodeniouk desplegó una precisión milimétrica y una energía explosiva, que hicieron justicia a la naturaleza motriz de la partitura. En el Vivace inicial, destacó la nítida articulación de las cuerdas y la tensión acumulativa del crescendo orquestal; en el sobrio Allegretto, la regularidad del pulso y el equilibrio entre cuerda y maderas; en el Presto, el control de los acentos y la impecable coordinación rítmica, que aportaron una sensación de perpetuum mobile, y en el Allegro con brio, la proyección sonora de las trompas y timbales, que se sobrepusieron a su recluida ubicación en el fondo de un escenario plano. La acústica seca del auditorio, aunque privó a la orquesta de proyectar un sonido cálido y reverberante, fue ideal para realzar la nitidez del entramado orquestal y acentuar el dramatismo de los contrastes dinámicos que recorren el Allegro con brio final.

El público premió la actuación con una larga ovación en pie, sincera y prolongada. Antes, al inicio de la velada el gerente de la orquesta había subrayado la importancia de este encuentro y la voluntad de que este concierto fuese solo el comienzo de una relación fructífera entre Oleiros y la orquesta. El resultado artístico fue el mejor espaldarazo a sus palabras.

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