Con el primer concierto del año, la Orquestra de València (OV) y su titular, Alexander Liebreich, daban inicio también al homenaje dedicado a György Ligeti por el centenario de su nacimiento. Se trata de un evento que esperábamos más nutrido en títulos y comprometido en propuestas, puesto que con tal motivo solo se interpretarán dos de sus obras. Para este mismo mes se han programado Ramifications para orquesta de cuerda, compuesta inmediatamente después del éxito obtenido por el transilvano cuando Stanley Kubrick incluyó fragmentos de algunas de sus partituras microtonales y estáticas en 2001: Odisea en el espacio, y Concert românesc, su primera página sinfónica, de inspiración folclórica y por ello bastante más cómoda de escuchar que la anterior. Además, en la sesión que comentamos, Ramifications, fue emparejada con la monumental y popular Sinfonía núm. 7, de Anton Bruckner, lo que puso de manifiesto la dificultad que entraña incluir “música actual” en la temporada de abono, aun cuando aquella tiene más de cincuenta años.

La Orquestra de València en el Palau de les Arts
© Live Music Valencia

De hecho, esta era la primera interpretación de Ramifications por la OV. Una versión que dejó muy buena impresión de las doce cuerdas que participaron, ya que resultó tímbricamente rica, serena y sutil (la indicación expresiva inicial de la partitura marca “con delicadeza”). La lectura de Liebreich invitaba a la escucha y a concentrar la atención en el contraste entre la sonoridad del enjambre producido por la superposición de grupos rítmicos irregulares, además desafinados a propósito (las dos mitades del ensemble están afinadas a un cuarto de tono de diferencia), y el pasaje final en el que se pide un silencio puramente cageano mientras el director sigue marcando el compás. No obstante, pese a su buena factura, faltó intensidad en los momentos en los que el autor pide sonar “con toda fuerza”, tal vez debido a la acústica de la sala.

Al no poder equiparar las dimensiones de una composición con la otra, no es difícil adivinar que las expectativas estaban puestas en la Séptima sinfonía de Bruckner (así nos lo hizo saber algún asistente a la entrada), a lo que hay que apuntar, una vez escuchado el resultado, que nadie quedó defraudado. Liebreich, más allá de que pudiera tener alguna intención de tipo teleológico según la significación religiosa que se le ha dado a varias partes de la obra, procuró en todo momento que el sonido de los músicos valencianos fuera empastado y equilibrado, sutil en las secciones valle, compacto y enérgico en las “mesetas de intensidad”, denominación con la que la musicología se refiere a los episodios que culminan cada proceso de construcción del clímax en la música de Bruckner. Este último aspecto fue dominado por el director en todo momento, pero resultó efectivo especialmente en el primer movimiento. Además, Liebreich llenó el fraseo de sugerentes inflexiones y contrastó siempre lo dramático con lo lírico y lo rítmico con lo expresivo.

Alexander Liebreich al frente de la Orquestra de València
© Live Music Valencia

La cuerda sonó grande y carnosa, y se pudo apreciar la definición de todas las líneas internas. A los metales graves se les notó la contención necesaria para que pudieran fundirse con las trompas casi siempre y no despuntar en el conjunto. En el final del Allegro moderato, el trío de percusionistas hizo gala de entendimiento y lo remató dándole luminosidad. El cuarteto de tubas wagnerianas comenzó el Adagio con un sonido un ápice rugoso (hay que tener en cuenta que son instrumentos que se suelen alquilar y se tocan poco), lo que contrastó con la cálida redondez de los violines. No obstante, no tuvo importancia. Concluyeron el movimiento fundidas en una sola voz, con un color precioso y expresión sentida. En el Scherzo el director quiso que el tempo caminara ligero, incluso evidenció su intención al andar rítmicamente sobre la tarima mirando a la cuerda grave, pero no siempre lo consiguió. Fue en los dos últimos movimientos donde surgieron algún que otro desajuste y leves roces en la afinación de las maderas, para llegar, contra todo pronóstico, a una coda precipitada y confusa que deslució las prestaciones que la orquesta había mostrado hasta el momento.

Decíamos que a esta partitura se le ha dado un significado religioso. Richard Taruskin la tildó de “sinfonía sacramento”, ya que, además de que el compositor refleja en ella sus creencias, el final del Adagio es una Trauermusik (música fúnebre) en la que Bruckner recuerda a su maestro Wagner, fallecido pocos días antes de la conclusión de la obra. En esta ocasión, el destino quiso que sonara también en memoria de José Evangelista, compositor valenciano afincado en Montreal, donde murió el día diez de enero a los 79 años de edad. 

****1