Una revolución cultural llegaba a España a principios del siglo XX. El edificio que representó y acogió estos cambios fue la Residencia de Estudiantes (Madrid), un centro donde se alojaban los universitarios, concebido para estimular el intercambio disciplinar frente a la amenaza de los límites en la especialización en los estudios. De este modo, los estudiantes pasaron de residir en oscuras y frías pensiones a habitar en un edificio austero aunque sobradamente dotado de comodidades, y una fuente extraordinaria de recursos intelectuales en aquella época. Las visitas de Albert Einstein, Manuel de Falla o Stravinsky atraían también a jóvenes que no residían en el edificio, pero que participaban activamente de sus propuestas, como era el caso de Rafael Alberti o los hermanos Ernesto y Rodolfo Halffter. Y en aquel caldo cuajaron los resultados artísticos de la llamada Generación del 27, denominación común para músicos y literatos que florecieron en aquellos años.

La Residencia de Estudiantes en Madrid
© Luis García

Qué se cantaba en aquella Residencia de Estudiantes y qué querían cantar los músicos de la Generación del 27 son temas tan fascinantes como complicados de averiguar. El gusto por la tradición combinada con el vanguardismo en su forma neoclásica, será un interés común entre las generaciones literaria y musical. Ambas compartían un afán por combatir lo establecido buscando inspiraciones en la modernidad europea, huyendo del neorromanticismo. ¿Y qué era lo establecido en cuanto a canción? En aquellos años, las que se escuchaban en los salones españoles aún venían del siglo XIX: reducciones de arias de ópera italiana o lieder alemanes, con texto español a veces, siguiendo el amaneramiento romántico. La identidad musical española se había desfigurado a través de la visión exótica que se tenía del país más allá de sus fronteras, y en estas primeras generaciones latía un impulso por divulgar la riqueza de la cultura española en toda su diversidad.

La recolección de melodías populares en cancioneros será, de algún modo, el inicio de la búsqueda de lo moderno a través del folclore, base común a las artes vanguardistas que querían abrirse paso en aquel momento. Fue Manuel de Falla quien materializó estas primeras aspiraciones con sus "Siete canciones populares españolas" estrenadas en 1915 y basadas casi todas en melodías que José Inzenga, Eduardo Ocón y Pablo Hernández transcribieron en sus cancioneros recogidos directamente de la tradición oral. En esta colección, Falla respetó los temas originales sin alterar su carácter popular en ritmos o giros vocales, pero añadiendo un acompañamiento que más que armonizar, reforzaba la escritura modal, resonaba los ecos de los quiebros y añadía alguna que otra disonancia propia del nuevo “nacionalismo vanguardista” (como bien lo ha nombrado el catedrático de musicología Emilio Casares).


Y es que Falla, buen conocedor del cante jondo, entendía que la canción popular andaluza conservaba mucha relación con su pasado oriental, pero que se había “occidentalizado” a base de armonizaciones clásicas respecto a las que él se proponía crear cierta distancia. Hay dos excepciones en esta colección que no están basadas en melodías de cancioneros, el Polo y la Jota, que son composiciones originales siguiendo los principios modales y rítmicos de estos bailes populares y recreados por el autor.

Además de estas conocidísimas canciones, encontramos una serie de obras menos divulgadas pero que pueden despertar curiosidad, como la canción Soleá (1914), hoy desaparecida, que inauguraba la colaboración entre el maestro y el matrimonio Gregorio Martínez Sierra y María Lejárraga. De esa relación nació también un proyecto frustrado que llamaron "Pascua Florida" (1915) que iba a consistir en una colección de canciones con los versos que inspiraban diferentes paisajes andaluces a María Lejárraga. De dicha iniciativa sólo se conserva El pan de Ronda que sabe a verdad, una canción poco difundida que se agarra de nuevo al andalucismo evocado ya en el texto, algo que no ocurre en Oración de las madres que tienen a sus hijos en brazos (1914), una nana sobre un desolador poema antibelicista y de una sonoridad que no recuerda apenas al folclore español, con peso especial en el acompañamiento pianístico en la línea del lenguaje europeo, un lamento por la terrible guerra que se acababa de inaugurar.

García Lorca sentado al piano en la Huerta de San Vicente
© Diputación de Ourense | Fundación Eduardo Blanco Amor
Como decíamos, el folclore no resultaba objeto de curiosidad y deseo por parte sólo de los músicos, también en literatura se buscaban las raíces de la simplicidad en los versos populares. Dentro de la mítica Residencia de Estudiantes, el intercambio disciplinar permitió que fluyera la excitada creatividad de aquellos jóvenes. Federico García Lorca, músico además de poeta, dejó claro el interés por el folclore con el trabajo que hizo al armonizar toda una serie de canciones populares españolas, que aunque no destaquen por su audacia musical, siempre enternece el afán que volcó en su difusión hasta conseguir grabarlas con la voz de “La Argentinita” y él mismo acompañando al piano. Se sabe que Manuel de Falla visitaba aquella Residencia para dejar huella en la siguiente generación de compositores de canciones. De hecho, tan profunda fue la impresión que incluso pareció quedar cierta perplejidad, tras la obra de Falla, en músicos españoles como Gustavo Pittaluga o los hermanos Halffter, que queriendo continuar con su ejemplo a veces caían en una especie de manierismo.

 

Al parecer Rodolfo Halffter fue alumno de Falla (aunque algunas fuentes aseguran que Rosa García Ascot fue su única alumna) y junto con su hermano Ernesto era asiduo a las reuniones de la Residencia, donde conocieron a Rafael Alberti y colaboraron para construir varias canciones. De ahí surgió el ciclo Marinero en tierra, canciones basadas en una selección de poemas que recibieron el Premio Nacional de Literatura en 1924, cinco piezas breves pero muy presentes en los programas de conciertos. En esta colección, la música de Rodolfo Halffter se encomienda al texto y lo acompaña en carácter e incluso en semántica: en "Qué altos los balcones", la melodía se mueve del agudo al grave tal y como indican los versos, también resuenan las campanas en el piano de "Ya se la lleva de España". En todas ellas la voz juega con giros aflamencados y escalas andaluzas, y el piano, que recibe un lugar de peso en la escritura, mueve "Siempre que sueño las playas" y "Gimiendo por ver el mar" a ritmo de peteneras. Ernesto Halffter, que ya sentía especial predilección por el género cancionístico, también musicó hacia 1925 dos textos de Alberti: La corza blanca y La niña que se va al mar. La primera fue alabada por el propio Alberti en sus memorias La arboleda perdida: “algo maestro, sencillo, melancólico, muy en consonancia con el estilo antiguo y nuevo de mi letra”.

Rodolfo Halffter leyendo en su estudio
© D.R. Instituto Nacional de Antropología e Historia, México
La segunda de las canciones es más vibrante, con un piano rico en adornos que evoca por momentos la escritura de Scarlatti, autor que inspiró a otros maestros de esta generación hacia un neoscarlattismo, corriente próxima al neoclasicismo que ronda por la imaginación de músicos y poetas. Y es que en 1927 los escritores celebraron con mucho entusiasmo el tercer centenario de la muerte de Góngora, lo que arrastró su escritura hacia un estilo antiguo cercano al gongorismo. Los músicos seguían el modelo que había inaugurado Falla con el Retablo de maese Pedro y el Concierto para clave, que conectó la moda europea neoclásica con una versión más nacional del mismo concepto. Otros compositores de la misma Generación volvieron a textos y estilos antiguos, como Salvador Bacarisse en las Tres canciones del Marqués de Santillana (1928) donde vuelven los guiños a Scarlatti en el acompañamiento pianístico. También Juan José Mantecón recurrió a los textos del mismo escritor para componer las "Dos canciones" de 1930, además de volver a las Coplas de Mingo Revulgo para poner música a dos de ellas.

Al llegar la Guerra Civil, los grupos se dispersaron y con ellos los ideales de búsqueda de un lenguaje nacional progresista, que eran al fin y al cabo su punto de encuentro. Entre el exilio y la mordaza se siguieron escribiendo canciones, resuena en las Tres ciudades concebidas por Julián Bautista en 1937 el poema de Lorca al cante jondo como un doblar de campanas a su reciente asesinato, como una elegía a una España que pudo brillar y que solo fugazmente alumbró.

Hemos elaborado esta lista de reproducción con algunas de las canciones que se citan en el artículo.