Tras dos programas protagonizados por ilustres veteranos -Krzysztof Penderecki y Dennis Russel-Davies-, la temporada de la Sinfónica de Galicia recibía la visita de un jovencísimo director: el finlandés Klaus Mäkelä. Se trata de un nuevo fruto de la famosa Academia de Dirección de Helsinki. Uno más entre los muchos discípulos del recientemente retirado profesor Jorma Panula.
Acostumbrados a ver en los últimos tiempos el fulminante ascenso al estrellato de jóvenes batutas que en muchos casos han sido empujadas más que por su talento por habilidosas campañas de marketing, es natural que la presencia de un director de 21 años provocase a priori ciertas reticencias. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Desde el primer momento Mäkelä se mostró como un talento nato para la dirección de orquesta. En sus pocos años, Mäkelä atesora todas esas cualidades que uno espera de un director de orquesta con una técnica ya depurada y madura. Así, de entrada sorprende por una gestualidad impecable que se traduce en una dirección detallista e incisiva, a la vez que muy expresiva. Igualmente, su expresión corporal es exquisita, utilizando toda su anatomía para vehicular sus ideas de una forma natural. Finalmente, a estos aspectos técnicos se suma el don evidente de saber transmitir a los músicos su concepción personal de la obra. El resultado fue tres interpretaciones auténticamente de lujo.
El programa planteado era especialmente atractivo, pues reunía una obra infrecuente de Schumann, con el siempre revelador Javier Perianes en el tercer concierto para piano de Bartok, y una breve y concentrada segunda parte con la Noche transfigurada de Schoenberg como única obra, confiriéndole por tanto a la misma un protagonismo inusual
Para que una obra como la Obertura, scherzo y finale de Schumann, atípica en su forma y probablemente menos inspirada que la mayor parte de su producción sinfónica, funcione se requiere de la máxima complicidad entre el director y los músicos, y eso es justo lo que Mäkelä consiguió. Así, pudimos disfrutar de una Introducción solemne, pero enriquecida con un fraseo flexible, y un Scherzo en el que se combinó a la perfección el ritmo mecánico con una acentuación evocadora, plena de nostalgia. Únicamente resultó peculiar la forma un tanto displicente con la que Mäkelä abordó el trío. Energía desbordante en el Final que culminó en un exultante clímax.
En el Tercer concierto de Bartok, el más lírico del ciclo, Perianes aportó su afamada hipersensibilidad. Incluso en los pasajes más percusivos de la obra, como por ejemplo los ostinatos del primer movimiento, las aristas resultaban suavizadas, hasta el punto de que podríamos hablar de un Bartok más impresionista que atávico. Un enfoque tan sutil puede acarrear el riesgo de traducirse en un Bartok domesticado, pero lo cierto es que no fue así. A esto contribuyeron la exuberancia y el colorismo de las intervenciones orquestales.