Con el concierto del pasado viernes, la Sinfónica de Galicia inauguró su 33ª temporada, un momento de inflexión que invita a mirar atrás, pero también a celebrar el presente. El arranque ha sido vacilante, entre otros aspectos, por la tardanza con la que se dio a conocer la programación y por los cambios habidos tanto en el plano institucional como artístico. Aun por encima de todo, reinaba en el Palacio de la Ópera una sensación de entusiasmo y optimismo, y la ilusión renovada que el nuevo gerente, Juan Antonio Cuéllar, ha sabido transmitir con eficacia, tanto por su cercanía como por las numerosas iniciativas adoptadas desde su llegada. Estas han estado mayoritariamente encaminadas a reforzar la identidad de la orquesta y su vínculo con la ciudad. Su discurso inicial, de la mano del director titular, Roberto González-Monjas, fue recibido con calidez por el público.
Este clima positivo ayudó a mitigar la decepción por la baja de Alexandre Kantorow, quien iba a reencontrarse con la OSG en uno de los pilares del repertorio moderno: el Concierto núm. 3 de Prokofiev. Su sustituto, Andrey Gugnin, afrontaba por tanto un doble reto: el de cubrir una ausencia notable y hacerlo con una partitura tan exigente como reconocible. Gugnin abordó la obra con la brillantez que se espera del reciente vencedor del certamen de Dubai y ofreció una versión poderosa, de técnica desbordante y solvencia expresiva, en la que no hubo asomo de inseguridad. Pero lo más interesante fue su capacidad para integrarse en el enfoque sinfónico que propuso González-Monjas, sin buscar el virtuosismo gratuito. El resultado fue una interpretación de fuerte coherencia estructural, donde piano y orquesta compartieron protagonismo real. Y es que este concierto, a menudo presentado como un escaparate de fuegos artificiales pianísticos, demanda de su director una visión unificadora. González-Monjas supo trabajar las transiciones internas con inteligencia, cuidando el empaste tímbrico y dejando respirar las frases sin perder impulso. El segundo movimiento, con su camaleónico Tema con variaciones se articuló con nitidez narrativa, sin perder el carácter cambiante ni la lógica interna. Y en el Allegro final, los incontables ataques furiosos fueron resueltos con una limpieza apabullante por Gugnin. El público, entregado, recibió al pianista con una ovación cerrada, premiada con una generosa propina: el célebre Precipitato de la Sonata núm. 7, op. 83 de Prokofiev. Una pieza que no admite reservas, y que Gugnin ejecutó con el necesario balance entre furia rítmica y control sonoro.
La segunda parte del concierto mantuvo el hilo conductor ruso, con dos obras que conjugan el poder evocador de la música orquestal: la suite de Romeo y Julieta de Chaikovski y el Capricho español de Rimsky-Korsakov. Un programa efectivo, quizás poco arriesgado para lo que González-Monjas (proclive a explorar territorios desconocidos) nos tiene acostumbrados, pero muy adecuado para un inicio de temporada. En Romeo y Julieta, González-Monjas optó por una lectura contenida y madura, sin excesos emocionales ni subrayados dramáticos. El arranque, brumoso y tenso, se resolvió con gran atención al detalle, y el tema de amor —frecuente víctima de un lirismo almibarado— emergió con sobriedad y nobleza. El clímax fue resuelto sin efectismos, priorizando el equilibrio interno y una arquitectura bien delineada. En contraste, el Capricho español permitió a la orquesta lucirse en todo su esplendor tímbrico. La precisión rítmica de los metales, la expresividad del solo de violín y la contundencia del tutti final dieron lugar a una versión radiante y colorista, que hizo justicia al brillante artificio orquestal de Rimsky-Korsakov. Monjas acentuó la variedad de colores con gusto y mantuvo siempre un pulso danzante, sin caer en la grandilocuencia.
Así comenzó esta nueva temporada de la OSG: con solidez, energía y una clara voluntad de conectar. El mensaje fue claro: esta no es solo una orquesta en forma, es una orquesta que se está repensando a sí misma. Y eso, en tiempos inciertos, no es poca cosa.