Le precede la fama al Cuarteto Emerson, y eso por sí solo es suficiente para llenar la Sala de Cámara del Auditorio Nacional, aún cuando en la Sinfónica están dando al mismo tiempo la Novena de Beethoven. No nos quedamos con ganas de genio alemán, pues nos traía el Cuarteto la Opus 131 de Beethoven, una obra tremenda e insólita por su estructura e indudablemente por su lenguaje, digamos, más o menos experimental.
Experimental o no, y sobre esto podrán decir mucho más los musicólogos, el caso es que no estamos tratando con el Beethoven habitual que llevan los grandes maestros a los escenarios casi siempre, ya saben, el de las magníficas sinfonías o el de las sonatas más conocidas, y que suele atraer al público más numeroso. Es cierto que no es una obra para cualquier oído, ni para cualquier momento, suponiendo que alguna lo sea, pero también lo es que una obra como esta requiere un conjunto que haya sabido penetrar en la profundidad de su escritura y que pueda afrontar técnicamente todas las dificultades individuales y camerísticas que presenta. Sin que sea necesariamente deseable, a veces las obras no piden más que se las interprete tal y como están escritas, sin aportar una gran dosis de uno mismo; otras, en cambio, requieren un nivel de compromiso emocional mucho más amplio. Sin duda el Cuarteto Emerson lo ha hecho en este caso, y por ello ha sido capaz de conducir una obra de estructura compleja y carácter contrastante con una cierta comodidad para que el oyente pueda admirar sin dificultades el monumental contrapunto y la fantástica armonía que Beethoven propone en esta partitura.
Tal vez el ejemplo más evidente de este proceder sea la magnífica exposición de la fuga inicial en que los integrantes del cuarteto declamaron sus entradas con la maestría necesaria para percibir el tema en cada voz, empleando una articulación unificada y un domino de la dinámica de los instrumentos sencillamente brillante. A partir de aquí, y aún reconociendo una solvencia técnica innegable, también se produjeron notables faltas de limpieza y coordinación fundamentalmente en los pasajes más veloces; tal vez queriendo compensar esto con un sonido poderoso, la interpretación pecó también de una cierta homogeneidad sonora y de unos acentos en ocasiones demasiado agresivos. No obstante no hubo acento ni fortísimo beethoveniano que pudiera competir con el bravo ciclópeo que un entusiasmado profirió casi al mismo tiempo que el cuarteto arrancaba la última nota de la partitura, destruyendo con ello parte de la magia de la composición musical.
Se le dio mejor a la formación la segunda parte del concierto, y no tanto por el hecho de que la afrontara mejor, sino por el hecho de que en estructura y temáticas “La muerte y la doncella” es simplemente más sencilla. Schubert es un maestro de la melodía y esto no se aprecia solamente en el lied, sino también en su música instrumental; esta obra presenta un buen ejemplo de ello y la formación no dejó escapar la oportunidad de pronunciar los materiales melódicos sobre la base de un acompañamiento de una maestría insuperable. Inolvidables, sin duda, los materiales enunciados por el violonchelista Paul Watkins. Así, la obra, superada la dificultad estructural y las tensiones dramáticas, fluyó sin trabas a lo largo de una fórmula habitual de cuatro movimientos con un Scherzo vertiginoso que nos dio, además, una muestra de la solvencia rítmica y comunicativa que hacen de esta formación una agrupación única.
Más comedimiento al otro lado del escenario al término de una segunda parte que con propina puso fin a una velada nada fácil de clasificar, por la presencia de dos obras tan próximas en el tiempo, tan dispares en su expresión artística y tan homogéneas en la interpretación del Cuarteto Emerson.