La conmemoración de los 50 años de la fundación de la Escuela Superior de Canto de Madrid brindó la ocasión de reunir a la Orquesta y Coro Nacionales junto a solistas vinculados a la Escuela y al veterano maestro Ros Marbà, para proponer la obra por excelencia destinada a las celebraciones y grandes ocasiones, a saber, la Sinfonía, núm. 9, op.125, de Beethoven. Composición universal, para todos los públicos (¿a quién no le suena por lo menos el tema final?), constantemente ejecutada por todas las latitudes (hasta en Netflix hay un documental dedicado a ella), y no por ello exenta de riesgos interpretativos. Aunque archiconocida, la Sinfonía no deja de ser una obra compleja y difícil de plasmar con criterio.
La dilatada carrera del maestro catalán auguraba una lectura con personalidad, que probablemente no nos dejaría indiferentes. Desde los primeros compases, nos quedó clara una pauta: tempi muy dilatados que se mantuvieron a lo largo de toda la obra –con contadas excepciones–; ello respondió probablemente a la intención de buscar toda la expresividad y color posibles en cada pasaje, aunque hubo diversas secciones en las que el fraseo se volvió lánguido, perdiendo el pulso del ritmo interno de la obra. Por otro lado, Ros Marbà cuidó con detalle las filigranas y las texturas con su parsimonioso proceder, aunque, sobre todo en el primer movimiento, pudimos percibir ciertos desajustes en el equilibrio sonoro, especialmente con un metal demasiado presente, además de algunas transiciones bastante emborronadas.
El segundo movimiento estuvo más ajustado en el tiempo, beneficiado por un fraseo más corto y vigoroso, al igual que un empaste tímbrico más coherente. También las dinámicas, algo descuidadas en el movimiento precedente, aparecieron aquí más articuladas, con unas gradaciones bien calibradas. El Adagio molto e cantabile parecía ser el movimiento más apto para lucirse dada la sosegada lectura que se marcó al principio y en cierta medida lo fue. Es cierto que el tempo fue lento (demasiado para nuestro gusto), pero ello dio lugar a texturas muy interesantes, transparentes y diáfanas, sobre todo en el diálogo entre la cuerda y el viento madera. Por tanto, se trató de un movimiento construido con coherencia, exento de elementos abruptos y bien cincelado tanto en color como en el entramado de las voces.
Sin denostar al resto de la Sinfonía, seguramente el momento culminante es el Finale con la incorporación de solistas y coro. Sinceramente, nos hubiéramos quedado con mejor sabor de boca si la obra hubiera concluido después del Adagio, porque en el movimiento final, ya desde la parte instrumental, vimos a la vez todo aquello que había adolecido a la interpretación anteriormente. Desde los tempi confusos, a la dificultad por ensamblar bien todas las partes en los momentos de tutti, pasando además por desajustes puntuales en algunas intervenciones individuales, el resultado no fue precisamente memorable. Tampoco ayudó el cuarteto vocal, algo anodino, con excepción de Yolanda Auyanet, e imposibilitado para proyectar su voz adecuadamente al estar sentado junto al resto del coro. Este, aunque cumplió con su parte, apareció excesivo en muchos momentos, instalado en una dinámica elevada (nunca por debajo del mezzoforte) y con un sonido menos compacto que en otras ocasiones. En los momentos finales, más concitados y enfáticos, a la orquesta le faltó una batuta más clara y se caracterizó por un sonido áspero, sin ser robusto y cálido.
En definitiva, una interpretación con muchas buenas intenciones, incluso con personalidad, porque la marca de Ros Marbà se vio en ciertos pasajes, pero con una ejecución desigual, precipitada en destacados momentos, incluso desatendiendo el hecho de que resultaba evidente que algunas pautas no iban a funcionar. Beethoven lo aguanta todo (o casi) y es difícil no dejarse transportar por la energía del coloso de Bonn, pero hay que mantener la cabeza fría y el oído atento y reconocer que la OCNE, que nos tienen acostumbrados a un nivel muy superior, han tenido veladas mejores.