Ya en el momento de entrar a la sala, los afiches de Biko y Mandela, las chabolas y las alambradas no dejan lugar a la duda: Porgy y Bess se han mudado desde el Catfish Row de Charleston al inhumano Soweto de los años setenta, en plena era del apartheid. La propuesta que estos días nos trae el Teatro Real de Madrid y que sustituye a La ciudad de las mentiras de Mendoza –retrasada dos temporadas por motivos presupuestarios– nos viene con inconfundible sabor sudafricano, y no solo por la escenografía. Se trata de una producción local de la Ópera de Ciudad de Cabo que ya ha desfilado con notoriedad por otras ciudades de Europa. Una producción de compañía sin grandes estrellas ni apenas nombres reconocibles para el aficionado europeo, pero con otros elementos atractivos y originales.
Al comenzar la introducción musical se hace ya una declaración de intenciones. En vez del habitual y sacrosanto respeto a la partitura, los actores y cantantes organizan un alboroto considerable; risas, palmas, e incluso algunos silbatos cubren el sonido del foso. Un buen resumen del espíritu libre, energético y descarado que domina la producción. Para aquellos que hemos tenido la oportunidad de conocer un township en Sudáfrica, algo nos resulta extrañamente honesto y familiar. Y es que si hay algo que destaca por encima de todo en el trabajo de la directora Christine Crouse, y de todo el equipo, es la credibilidad de la propuesta. Los artistas se fusionan con sus personajes con una naturalidad como pocas veces se han visto sobre el escenario del Real. No hay engaño en la ejecución y, aunque algunos pensemos que el artificio es un componente imprescindible de la ópera, el trabajo funciona desde presupuestos muy diferentes: altísimas dosis de pasión, arrojo y un encantador desorden, algo chocante en un entorno como el Teatro Real.
El cartel vocal está formado por cantantes de compañía en los que se adivina una misma escuela, con una técnica alejada de los cánones habituales en los teatros europeos. No debemos buscar elementos sublimes en la interpretación, ni demasiadas sutilezas en las técnicas de emisión, el denominador común más bien sería potencia, intensidad expresiva y una gran dosis de alma.
Xolela Sixaba protagonizó un Porgy de envergadura, casi heroico, tanto en los aspectos vocales como interpretativos. Posee una sólida voz de bajo-barítono y quizá la técnica más ortodoxa del conjunto. Fue el gran triunfador de la noche. Nonhlanhla Yende exhibió una Bess llena de sensualidad, feminidad y pasión. Vocalmente vigorosa, con agudos siempre –permanentemente– potentes y con frecuencia desmandados por fines expresivos. Si los dos cantantes brillaron por separado por su poderosa actuación, estuvieron faltos de empaste en el dúo "Bess, You Is My Woman Now", su gran momento como pareja.
Siphamandla Yakupe como Clara tuvo la responsabilidad de lidiar con el siempre esperado "Summertime", una nana abordada con tintes de góspel, que sonó más a anhelo de libertad que a canción de cuna. Fue interesante comprobar las afinidades con la muy similar repetición de Yende en la segunda parte; una vez más, la escuela manda. Arline Jaftha protagonizó el momento más emotivamente desgarrador de la noche con el grito fúnebre de Serena, "My Man's gone now". Al igual que su personaje Crown, Mandisinde Mbuyazwe comenzó vital y sufrió y murió en la segunda parte de la representación. Simpático, aunque algo falto de carisma el Sportin’ Life de Lukhanyo Moyake. En línea con el resto de los cantantes, el coro ofreció enormes dosis energía, de las que sacuden el patio de butacas, y un admirable sentimiento de comunidad, a costa de algunos detalles y momentos íntimos.
Con tanto vigor sobre el escenario, parece que el director Tim Murray decidió –quizá con buen criterio– retirar la presencia de la orquesta, y en el proceso le negó al público algunos de los momentos musicales más interesantes del repertorio. Hubo, eso sí, hipnóticos y fluidos solos de clarinete y una menos acertada sección de cuerda.
Porgy and Bess ha sido siempre una obra difícil de clasificar que pareciera que continuamente necesita justificarse como ópera, pero son sus elementos de jazz, góspel y musical lo que la hacen única y abierta. Algo que una compañía de artistas sudafricanos ha aprovechado para dar su particular visión de la primera ópera negra: descaradamente apasionada.