Del mismo modo que las alhajas se guardan en estuches pequeños, también el talento de Alicia de Larrocha estaba contenido en un cuerpo que no termina de encajar con la imagen ideal del virtuoso. En lugar de un exceso de pomposidad, Alicia, menuda, de baja estatura y con unas manos en absoluto comparables con las de otros prodigios como Liszt, Chopin o, muy destacablemente, Rajmáninov, representaba dignamente la grandeza que esconde lo pequeño. Quizás por ello su figura resulta aún más fascinante. No habiendo Dios dispuesto del “estuche” óptimo, todo lo lograría por mérito propio, desplegando así una grandeza inversamente proporcional al tamaño de sus herramientas de trabajo.
¿El talento es algo innato o adquirido? ¿Realmente Alicia nació con algún tipo de prodigio? Es una pregunta de difícil –si no imposible– respuesta. Sin duda, la pequeña Alicia debió sentirse atraída por la música de manera innata, “Esto del piano es un juguete para ella”, comentaba su madre en 1931 para la revista Estampa que dedicaba una entrevista al entorno del joven prodigio y promesa del piano que era ya Alicia. Sin embargo, también tuvo la suerte de nacer en una familia de músicos, con una madre, Teresa, y una tía, Carolina, pianistas que habían estudiado con Granados y que supieron crear un vínculo tan sólido como amable y sano entre aquella niña y la música.
Al contexto favorable de la infancia de Alicia debemos añadir, al menos, dos ingredientes esenciales más que determinaron su técnica y la hicieron destacar por encima de otros muchos pianistas de su generación: la técnica de los pedales y la rapidez de sus dedos.
No podemos hablar de técnica de los pedales sin mencionar a Enrique Granados y su Método teórico-práctico para el uso de los pedales de 1905. La pedagogía siempre tuvo un importante papel en la carrera del pianista y compositor ilerdense, cuyo mayor legado, a parte de sus obras, fue su academia de música, heredada por su alumno Frank Marshall. Fue este pianista oriundo de Mataró, pero de padres y antropónimo británicos el primer maestro de Alicia. “Único y gran maestro”, en palabras de la propia pianista. Marshall fue capaz de transmitir a la joven Alicia las enseñanzas de Granados y de promocionar el talento prodigiosamente temprano de la artista.
El segundo ingrediente, la rapidez, llega por una constancia de la práctica del piano que desarrolló desde niña. Aún levantando las manos notablemente por encima del teclado del piano para darle un mayor peso al fraseo, Alicia era capaz de dar, con absoluta perfección rítmica, todas y cada una de las notas de pasajes tan veloces y repletos de notas como en el arreglo para piano de la Danza ritual del fuego de Falla o el primer movimiento del Concierto núm. 2 de Rajmáninov. De ambos conservamos, por suerte testimonio tanto sonoro como visual.
No obstante, por mucho que estudiemos la técnica de Alicia, no creo que nunca lleguemos a dar con el secreto de su sonido. Destacó en casi todo y siempre dando a las obras una personalidad propia. Sus conciertos de Ravel eran deliciosos, sus Estudios de Chopin tenían un sonido especial, con un peso y un ritmo únicos, también tenía un Grieg profundamente emocional y un Bach que logró destacar especialmente en los movimientos rápidos gracias a esa agilidad prístina a la que aludíamos previamente. Prácticamente toda su obra es recomendable, no obstante, hay dos repertorios que la hicieron destacar especialmente: los compositores españoles y Mozart.
El primero, su repertorio español, es el más reconocido. En sus innumerables giras por el Nuevo Mundo, supo alentar en esas tierras el gusto por Granados con unas Goyescas que, a día de hoy, siguen siendo una referencia mundial. Causó auténtico furor con una Iberia de Albéniz que llevaría a la cumbre de la popularidad. Pero, además, mostró un gran compromiso con la música contemporánea, estrenando e incorporando a su repertorio habitual obras de Mompou, Montsalvatge, Suriñach o Balada. Todo ello le valió el título de embajadora por excelencia de la música española en una época en la que la comunidad internacional miraba con desprecio a una España aislada y empobrecida.
El segundo de sus repertorios, el mozartiano, es más desconocido para el público del Viejo Mundo, y es que fue en Estados Unidos donde Alicia logró una fama sin igual gracias a sus interpretaciones de los conciertos de Mozart. Fue una indispensable del Festival Mostly Mozart de Nueva York desde 1966. Conservamos varias grabaciones de aquellos conciertos históricos, pero mi favorita es la del Concierto núm. 27 que grabó con Pierre Boulez en 1972. El piano de Alicia tiene una sencillez y claridad y, al mismo tiempo, una emoción tan honda que es imposible no sentir como se eriza el vello cada vez que se escucha esas primeras notas del tema del Larghetto. La prensa americana adoraba sus conciertos de Mozart, no era para menos.
Si podemos escuchar hoy en día esos conciertos que la prensa del momento tituló como “históricos” es, en gran parte, gracias a la labor del Arxiu Alicia de Larrocha, cuyo fondo sonoro ha catalogado y conservado centenares de grabaciones. Algunas de estas grabaciones fueron realizadas de forma clandestina por personas del público enviados por Juan Torra, el marido de Alicia, para así poder escucharla tocar a pesar de estar a miles de kilómetros.
Sin duda, actos de amor como éste nos demuestran que el mejor método para homenajear a Alicia es escucharla. Aún queda por delante mes y medio para celebrar el centenario de su nacimiento, mi recomendación personal es que aprovechen para buscar algunas de las obras que he mencionado, aquellas que aún no han escuchado o vuelvan a ponerse en bucle el disco de las Goyescas, durante otros cien años más, si hace falta.