La propuesta del director Leonardo García-Alarcón junto con la coreógrafa francesa Bintou Dembélé trae al escenario del Teatro Real por primera vez en tiempos modernos Las Indias galantes de Rameau. Un peculiar ballet del que, si bien algunos extractos como la famosa Danza de los indios americanos o Les sauvages ha alcanzado cierta fama, no es, ni mucho menos, de los más habituales de ver representados sobre las tablas.

Musicalmente es una pieza muy cuidadosamente orquestada en la que prácticamente cada instrumento tiene su dosis protagonista en este peculiar viaje fantástico. Rameau se sirve de los distintos timbres de los instrumentos para transmitir diferentes improntas que permitan al oyente viajar no solo de forma visual, siguiendo la peculiar trama de la obra, sino también auditiva. Cada una de las partes tiene su propio carácter que, tradicionalmente, ha permitido en las puestas en escena de Las Indias galantes realizar todo un despliegue de medios en cuanto a vestuario y escenografía, pero en esta ocasión no será ese el caso.
La propuesta de García-Alarcón con Dembélé es sencilla en el aspecto escenográfico, pero lo suple aprovechando por completo todo el espacio del Teatro Real. El elemento principal es un enorme aro de luz que imita a un sol artificial cuya posición y forma varía entre las escenas, sirviendo como decorado y como metáfora de la música de Rameau, y es que ya lo decía Teodor Currentzis: “¿Cómo le explicaría a alguien que no conoce el sol, lo que es la luz? Le pondría música de Rameau.” El foso se tapa y la orquesta se sitúa sobre un escenario completamente diáfano. El coro se sitúa en los palcos, Hébe hace su primera aparición desde el espectacular palco real —tan precioso como infrautilizado— y los danzantes caminan constantemente entro los pasillos del patio de butacas. Se aprecia, así el trabajo de Bintou Dembélé, adaptando la obra completamente al espacio en el que la representa y haciendo así de esta representación algo único, que no puede reproducirse de forma idéntica en ninguna otra parte.
García-Alarcón mencionó al final de la representación el estrecho trabajo entre dirección musical y artística y, efectivamente, se puede apreciar en algunos detalles no menores. Por ejemplo, la obertura, con fagotes y oboes al frente para poner en relieve el papel protagonista de las maderas en el comienzo de la obra. Una forma de revindicar el peculiar sonido de estos instrumentos que tanto mima Rameau tanto en Las Indias galantes como en Les Boréades.
La aparición de las trompetas también fue magistral, desde detrás del escenario, de forma procesional, anunciando la entrada de Bellone. La primera entrada del coro, repartido por los palcos supo mostrar un sonido muy empastado, perfectamente equilibrado entre secciones y, más envolvente que nunca —mi más sincera enhorabuena a su director, Thibaut Lenaerts—. O, uno de los momentos más bellos, cuando Julie Roset se situó en el palco lateral frente al flautista junto al que interpretó ese precioso dúo para voz y flauta de la segunda escena que se titula “Viens, Hymen”, un aria en la que Roset demostró su talento de la categoría de soprano ligera. Una pena que la soprano francesa no estuviera igual de bien en el resto de la representación, sin mantener un estilo claro, con un vibrato intermitente.
Ana Quintans destacó desde el inicio, con esa aria de Hébe entonada desde el palco real que logró sorprender al público. Tanto desde el palco como entre el público y, por supuesto, sobre el escenario, logró mantener una proyección vocal perfecta y un timbre muy igualado y equilibrado que destacó también en los números de conjunto. De Mathias Vidal lo más destacable fue su flexibilidad vocal, permitiéndole hacer algunas virguerías prácticamente instrumentales, un poco artificiosas para mi gusto, pero completamente dentro del estilo de Rameau. Andreas Wolf, bajo-barítono, destacó más en las partes abaritonadas, como en los solos de “Clair flambeau”, acompañado de ese excelentísimo Choeur de Chambre de Namur, que un grave poco sonoro y falto de armónicos en los que no pudo ofrecer toda la musicalidad que el alemán posee.
Todos los cantantes e incluso el coro se integran perfectamente en las escenas ditirámbicas cuidadosamente diseñadas por Bintou Dembélé. Les sauvages fue una de las partes más aplaudidas por el público, aunque creo que no fue acertado introducir el freestyle en una danza que llama a lo tribal, a lo grupal, y no a lo individual. Aunque, por otra parte, también es una bella metáfora entre lo tribal y lo urbano. Sin duda, a parte de maravillarnos estéticamente, también invita a filosofar. No se puede pedir más.