Si bien es poco conocido tanto dentro como fuera de España, Roberto Gerhard (1896–1970) es junto a Manuel de Falla uno de los compositores españoles más importantes del siglo pasado. Las sendas estéticas que ambos transitaron fueron, sin embargo, marcadamente disímiles: si el gaditano estuvo ampliamente influido por las corrientes post-impresionistas y neoclasicistas francesas, Gerhard se sintió desde joven atraído por las propuestas de modernidad expresionista y atonal del ámbito germano, lo cual le diferenció significativamente de la mayoría de compositores españoles de su generación, los nacidos alrededor de 1900.
En gran medida, esta propensión hacia la modernidad austro-germana tuvo que ver con la educación cosmopolita y políglota que recibió de sus padres, un suizo-alemán y una alsaciana, afincados desde finales del siglo XIX en la pequeña localidad tarraconense de Valls, donde Gerhard nació en 1896. Este temprano interés por lo germano marcó también su singular formación como compositor: Gerhard estudió primero en Barcelona con el entonces ya septuagenario musicólogo y compositor catalán Felip Pedrell (nacido en 1841), quien le inculcó la idea de que la música “artística” debía expresar una clara identidad nacional por medio del uso del folclore patrio como principal elemento compositivo. Tras su muerte –y esto fue lo inusitado– Gerhard continuó sus estudios con el entonces particularmente reconocido (y controvertido) compositor Arnold Schönberg.
En su primera carta al austriaco, enviada en 1923 para solicitarle clases de composición, Gerhard explicaba: “He amado y venerado a Pedrell hasta el infinito […] pero técnica y disciplina [compositiva] no me pudo dar pues él mismo, a pesar de ser un genio, era un diletante, un gran diletante.” Tal falta de formación técnica –argüía– le había sumido en una profunda depresión por lo que rogaba a Schönberg que le acogiese como alumno. "Venga a Viena, –le contestó éste inmediatamente– creo que le aceptaré con toda seguridad, y creo que también podré ayudarle en gran medida, pues comprendo su depresión.” Gerhard estudió con Schönberg durante casi cinco años, primero en Viena y luego en el cultural y políticamente turbulento Berlín de los años veinte. Fue el único español que pasó por la clase del austriaco. El magisterio de Schönberg, y en menor medida el estudio de la música de otros compositores “atonales” de su círculo, como Alban Berg y Josef Matthias Hauer, tuvieron un impacto decisivo en su estilo y técnica compositiva. Su singular Quinteto de viento (1928), folclorista a la vez que intermitentemente dodecafónico, es hoy una de sus obras más interpretadas de este periodo de formación.
Durante los años de efervescencia cultural y política de la Segunda República (1931–1939), Gerhard se convirtió en una figura fundamental en los círculos de artistas e intelectuales barceloneses, compaginando la composición con trabajos como gestor cultural, traductor, editor, crítico musical, y profesor. Su música de este periodo, situada estéticamente a medio camino entre el neoclasicismo hispano-francés y la atonalidad de cuño germano, fue recibida con respeto por una minoría de jóvenes artistas, y rechazada o incomprendida por críticos de renombre como Lluís Millet y Adolfo Salazar.
Forzado al exilio al final de la Guerra Civil, Gerhard se estableció en la pequeña ciudad universitaria inglesa de Cambridge, donde permanecería hasta el final de su vida. Si durante los años de la República había expresado distintas facetas de la identidad catalana en composiciones como la cantata de inspiración medieval L'alta naixença del rei en Jaume (1932–33), el ballet surrealista Ariel (1934) y el ballet “ritualista” Soireés de Barcelona (1936–1939), en los primeros años del exilio exploró su parte más exoticista y española, la que el público inglés le requería pero también la que expresaba mejor su sentimiento de hermandad con los miles de republicanos huidos de España. Entre estas obras se cuentan varios ballets creados para compañías de danza inglesas, entre ellos el "divertimento flamenco" Alegrías (1941-1942), la fábula antifascista Pandora, y su impresionante Don Quijote (1940-41), estrenado en 1950 en el Covent Garden de Londres con coreografía de Ninette de Valois y decorados del célebre pintor Edward Burra.
La nostalgia por la pérdida de la juventud y la España republicana marcaron una parte sustancial de su obra de los años cuarenta. Como tributo a su primer maestro, Gerhard compuso la Sinfonía ('Homenaje a Pedrell') y Cancionero de Pedrell, una colección de arreglos de canciones de diferentes regiones de España. En su extremadamente autobiográfico Concierto para violín (1942–43) rindió homenaje a Schönberg mediante la utilización en uno de los movimientos de una serie dodecafónica creada por su maestro. El similarmente fascinante Concierto para piano (1951) es una reinterpretación de la música española renacentista para tecla a la vez que oscura elegía de la España de post-guerra, arruinada económica e intelectualmente.
Pero su obra más singular del primer periodo en el exilio es sin duda la ecléctica The Duenna (1945–1947), una ópera cómica en la que Gerhard reinterpretó elementos del teatro musical español del barroco (zarzuelas y tonadillas escénicas) en un lenguaje entre neoclásico y dodecafónico. Como libreto utilizó una obra teatral inglesa –situada en la Sevilla dieciochesca– redactada casi dos siglos antes por Richard B. Sheridan. Cuando The Duenna se estrenó en 1951 en versión de concierto en Frankfurt, en el marco del Festival de la Sociedad Internacional de Música Contemporánea (SIMC), los críticos la tildaron de retrograda y anticuada por no participar del "progreso" técnico que entonces representaba el serialismo integral de la Escuela de Darmstadt, en aquel momento en su momento álgido.
Para entonces, Gerhard ya se había embarcado en una intensa y cada vez más entusiasta exploración de las posibilidades de la técnica serial, si bien siguiendo caminos en gran medida distintos a los de Pierre Boulez, Karlheinz Stockhausen y otros jóvenes representantes de la vanguardia de post-guerra. De especial singularidad fue su particular interés por aplicar teorías científicas, especialmente de la biología y las matemáticas, a la organización de la armonía y la estructura de sus obras seriales del periodo.

En los años cincuenta, el catalán se convirtió además uno de los pioneros internacionales de la música electrónica, llegando a montar un pequeño estudio de música electrónica en su propio domicilio de Cambridge. Junto a su mujer, Leopoldina (Poldi) Feichtegger, grabaría todo tipo de sonidos y ruidos generados no solo por instrumentos musicales sino también por cazuelas, cucharas y otros utensilios domésticos de lo más mundano. Manipulados electrónicamente, muchos de estos sonidos pasarían a formar parte de varias obras creadas al final de su vida. En esta época de intensa indagación artística, Gerhard destacó el siguiente texto de Thomas S. Elliot –uno de sus poetas favoritos– como certera expresión de su sentir como compositor: “El hogar está donde uno comienza su andadura. A medida que envejecemos / el mundo se vuelve más extraño, más complicado el orden / de los vivos y los muertos. / Los viejos han de ser exploradores”.
Tras el estreno en 1955 de su primera Sinfonía en el Festival de la SIMC, celebrado ese año en Baden-Baden, el reconocimiento de su obra aumentó exponencialmente, si bien casi únicamente en el ámbito anglosajón. En la última década de su vida fue invitado a impartir clases de composición en varias universidades inglesas y estadounidenses, y recibió encargos de algunas de las principales orquestas internacionales, entre ellas la Filarmónica de Nueva York y la London Sinfonietta. Para estas y otras instituciones compuso algunas de sus obras más espectaculares de madurez, entre ellas sus tres últimas sinfonías, la cantata La peste (sobre el texto de Albert Camus que tan leído fue durante la pandemia del Covid) o Libra, una de sus tres fascinantes piezas “astrológicas” para conjuntos de cámara. Fue tan solo entonces, en los años finales de su vida, cuando su trayectoria como compositor dejó de estar marcada por la incertidumbre profesional y la penuria económica.
Mientras tanto, en la España franquista su obra era prácticamente ignorada por la mayoría de los críticos, historiadores y políticos. No ha sido hasta recientemente cuando su música ha comenzado a ser reconocida unánimemente como parte del patrimonio catalán, español e internacional. Los abundantes estudios musicológicos realizados en la última década han puesto de relieve la solidez técnica y originalidad de su música así como la estrecha relación de su obra de madurez con su condición de exiliado. En relación con este destino –y en general con los avatares socioeconómicos y políticos del pasado siglo–, la siguiente reflexión de un Gerhard ya anciano cobra particular sentido: “Componer es, para mí, un estimulante ejercicio de libertad. El trabajo creativo es la única libertad verdadera que le queda al hombre moderno: toda persona debería tener la posibilidad de ser creativa”.