La complicidad que se transmitió desde el escenario durante la interpretación del Concierto para violín de Britten entre la solista letona Baiba Skride, la Bilbao Orkestra Sinfonikoa y el maestro Erik Nielsen resultó el momento más destacable de la velada. Una complicidad, en este caso tanto sonora como visual, con una gestualidad contagiosa, que derivó en una brillante actuación.
La noche comenzó con la interpretación de la obertura de la ópera Le Roi d’Ys del compositor francés Édouard Lalo. A los pocos compases de sonar la grave melodía con la que las cuerdas inician la obra, uno se percata de la influencia que en los músicos franceses de la época ejerció el romanticismo alemán, y en especial, Richard Wagner. Sin mucho esfuerzo se pudo distinguir el tema de los peregrinos de Tannhäuser, tras un largo ostinato en crescendo orquestal. Un melancólico solo de chelo destacó entre la amplia paleta de colores que se extendió a lo largo de la interpretación, con un destacado protagonismo de la sección de cuerdas que estuvo especialmente melodiosa. La percusión marcó el inicio del acelerado y potente final con el que la orquesta puso punto final a la obertura.
La velada continuó con la interpretación del Concierto para violín de Britten. Tras un suave inicio en la percusión, la sucesión de acordes adelantaba la ausencia de una tonalidad dominante en la obra. Durante el primer movimiento Moderato con moto destacaba la sensación de contrapunto constante entre todas las secciones de la orquesta: cuerdas, vientos, percusión; tanto por separado como todas juntas fueron intercambiando temas entre sí o con el violín. Los temas, uno más melódico y otro más picado, se enfrentaron sin descanso a lo largo del movimiento. Trinos, escalas vertiginosas o delicados arpegios fueron interpretados magistralmente por Baiba Skride. Controló el instrumento desde los registros más agudos hasta los mas graves. Una interpretación que alternó la violencia con la delicadeza siguiendo las indicaciones del maestro Erik Nielsen que se mostró en todo momento preocupado por mantener el equilibrio entre solista y orquesta. El segundo movimiento, Vivace, fue interpretado de una manera mucho más enérgica y fue solo en su final, con el único sonido tan delicado como brillante del violín como contraste al desarrollo de timbres que dominó el movimiento, cuando el frenético ritmo desaceleró para entrar directamente en el Passacaglia final. El tema se movió sin descanso entre todas las secciones de la orquesta hasta que los timbales señalaron la vuelta del violín. Un bloque donde las conversaciones entre solista y orquesta concluyeron en una brillantísima y potente frase orquestal repleta de escalas y cromatismos. La obra resolvió con una última frase, con el violín en su registro más agudo, que se disipó como un eco de lo escuchado con anterioridad.