La Orquesta de Extremadura apostó por un programa dinámico en épocas y estilos, pero próximos en consensuar fluctuantes respuestas a preguntas poéticas. La pregunta sin respuesta de Ives fue un inicio basado en la agudeza por guiar cada faceta. Por un lado, Salado involucró equitativamente las diferentes agrupaciones instrumentales, en especial, los enérgicos vientos y cuerdas, y por otro, las tensiones armónicas fueron desarrollas en cada sección instrumental respetando su propio tempo. Fue un acierto posicionar la trompeta solista fuera del escenario, ya que equilibró los planos sonoros. Además, este instrumento protagonista alcanzó un ejercicio notable en controlar las modulaciones, como el meritorio efecto de difuminar el sonido, por ello, el magnetismo estuvo presente en cada respuesta. Resultando una sensación etérea, que iba a caracterizar al resto de la velada.
Acto seguido nos desplazamos a la última obra de Pacho Flores, Áurea, rapsodia concertante para clarinete y orquesta sinfónica. Sorprendió por una frescura melódica y rítmica que actúa como eje para referenciar cada influencia. Por su parte, el protagonismo del clarinete Juan Ferrer pobló con enorme potencia toda la obra. Otro punto fundamental en la fusión de caracteres fue el fluctuar con ligereza por pequeñas y múltiples secciones, por ello, fue característico marcar los acentos propios de frases y motivos latinos, mediterráneos y jazzísticos. Una genial fusión vertebrada desde una percusión poco habitual, como la campana tubular, el vibráfono o los crótalos. Aunque a partir de la segunda mitad de la obra, las cuerdas toman más peso aportando reflexión. Pero en contraposición, se recurre a texturas ligeras desde el arpa y pizzicatti exagerados y finalmente vuelven a dúos vitalistas de viento-metal. Secciones que resultaron versátiles al no perder el impulso ante tempi cambiantes.
La maestría en el balance estilístico por parte del solista valenciano se apreció en la combinación de virtuosismo en escalas infinitas, amplios intervalos, cadenzas electrizantes y chispeantes, con mantener un sonido seductor. Definitivamente, el áurea fue enormemente proyectada desde evocaciones ambientales. Como propina, Ferrer ofreció junto con la orquesta una pieza de Mangani, con un fantástico entendimiento entre partes y un gran trabajo hacia los apoyos rítmicos y melódicos.
La segunda unidad del concierto transcurrió con la Cuarta sinfonía de Schumann. El primer movimiento se caracterizó por trasladarnos a los sucesivos contrastes temáticos, desde la claridad absoluta entre secciones y resaltando el magnífico peso de las cuerdas graves, hasta llegar a una cierta tensión aliviada en el siguiente movimiento. La Romanza se manifestó ligera y elegante a través de un cuidado recitativo del oboe y marcadas respuestas de cuerdas y vientos. En la segunda mitad se apreció un incisivo trabajo hacia los finales de frases. Resultado de ello, permitió seguir con naturalidad metales y percusiones relucientes, llegando a un estado de marcha solemne, abocada a un desvanecimiento circular. Esta sensación no decayó ante la energía pujante en cada intervención del tutti, junto con el equilibrio en la superposición de capas sonoras. Un desenlace crecientemente dramático que atrapó al oyente cacereño, siendo no de extrañar, las dilatadas ovaciones.
Una visión total coherente en la construcción y emisión de las sonoridades, con resortes entre orquesta y dirección y marcando gustosas respuestas ante un solista ejemplar y versátil como Ferrer.