Tras una serie de intensos programas sinfónicos, la temporada de la Orquesta Sinfónica de Galicia daba un cambio de rumbo, abordando la música barroca. Primera aparición del Coro de la OSG en la temporada, así como de su director Carlos Mena, quien además asumió el papel vocal en los responsorios del Gesualdo. Estos alicientes se tradujeron en una buena asistencia de público. Sin embargo, aquellos que acudieron atraídos por el gancho del compositor veneciano, esperando un concierto festivo propio del Carnaval, se debieron sorprender ante una velada musical propia de una Semana Santa. Sorprendió asimismo que el programa se realizase de un tirón, sin descanso ni aplausos entre las obras. Una exigente sucesión de hora y media de piezas similares en su atmósfera opresiva, incluso “somnoliente”, tal como describe alguna de ellas en sus amenas notas, Estíbaliz Espinosa.
En vez del hermosísimo Crucifixus de Lotti, inicialmente anunciado, el programa se abrió con el sobrio Miserere de Gesualdo, única incursión renacentista de la noche. Música a cappella que se mueve por un registro extremadamente grave, que planteada de forma mixta fue muy exigente para las voces femeninas. Sus contrastes dinámicos y sus amplias modulaciones constituyen un reto continuo que, estrofa tras estrofa, fue resuelto no sin problemas. En la ejecución vocal primó la proporción frente a la expresividad emotiva. Aun así, el verso culminante “que holocaustis non delectaberis” resultó conmovedor, más aún si uno evoca el brutal periplo existencial del compositor.
Las siguientes piezas fueron planteadas para optimizar la presencia de las tres solistas vocales que intervendrían en el Gloria final. Todas incidieron en la opresiva atmósfera inicial, pues eran sendos lamentos de María Magdalena. El primero, de la magna Magdalena a los pies de Cristo de Caldara, está construido sobre un hermoso ostinato reproducido con pulso firme y sensible por la orquesta. Gozamos de la interesante voz de Lucía Caihuela, quien exhibió un hermoso timbre, sensual y natural. Suave y delicada en las notas más bajas, proyectó una agradable musicalidad y resonancia en las notas más altas. La más conocida María Espada es una cantante de gran versatilidad –en La Coruña, la hemos escuchado en la Segunda de Mahler– apoyada en una potente emisión. Obtuvo lo máximo de su breve intervención handeliana, con una dramática interpretación, extrema en carácter, al límite de la afinación.
La tercera voz de la noche fue la mezzo Beth Taylor, sobre la que realmente giró el resto del programa. La cantata de Vivaldi Filiae maestae Jerusalem –nueva incursión en el tema del Miserere– fue una tarjeta de presentación ideal. Su mágica entrada fue como una sacudida en una monótona noche. Su hermosísimo timbre, muy oscuro, pero cálido y fluido a la vez, es de los que invita a cerrar los ojos y dejarse llevar por su belleza. Belleza que se multiplica en Vivaldi. Sin embargo, en el emblemático Stabat Mater de Vivaldi, hubo un efecto rebote; tanta dopamina satura. Y menos mal que Mena impuso un acertado tiempo vivo al primer número, acentuando el contraste. Taylor mostró en números como el O quam tristis y sobre todo en el Pro peccatis suae gentis y el Amen, que su mayor limitación se encuentra en las agilidades, carentes de fuerza y presencia.
Con el Gloria final alcanzamos el ansiado oasis de brillantez tras el duro viaje por el desierto de la melancolía. El coro, tras una hora en silencio afrontó súbitamente su Gloria in excelsis deo, momento que Espinosa describe como “traspasar el Pórtico de la Gloria”. Fue un tránsito rápido y excesivamente frío para tan grandioso momento. El coro estuvo más acertado en la fuga final y en el enérgico Gratias agimus tibi, con un efecto antifonal muy bien recreado. Se notó que la obra forma parte de su ADN. Volviendo la mirada a tantos ejemplos gloriosos del coro, eché en falta una mayor presencia y color en las sopranos, siempre icónicas en este grupo. Las tres solistas prolongaron las buenas sensaciones previas, siendo especialmente grato el Domine deus con el maravilloso acompañamiento de oboe de Celia Olivares.
La noche concluyó con sensaciones encontradas, en buena parte por el peculiar diseño del programa. Inevitable recordar el último programa barroco de Mena con la OSG –Purcell y Handel–, un programa postpandemia, mucho más contrastado, que, a pesar de las mascarillas, resultó mucho más ameno y reconfortante.