Programar a Haydn y Mozart en la víspera de Difuntos resultó una elección oportuna y simbólica: un puente entre la serenidad clásica y la meditación sobre lo efímero. Bajo la batuta de Roberto González-Monjas, esa idea tomó cuerpo en un concierto pleno de estilo y equilibrio. Cuarto concierto de la temporada de abono y, prácticamente, el último que el titular dirigirá en la misma, pues sólo regresará puntualmente en febrero. Una circunstancia que dejó un regusto a despedida anticipada y que el propio González-Monjas compensó con dos interpretaciones intensas y meticulosas en las que nada fue fruto del azar: cada acento, cada respiración y cada dinámica respondieron a una idea clara y meditada.

La Trauersinfonie de Haydn, encajaba perfectamente con la fecha por su carácter sombrío. Fue un excelente Haydn el de González-Monjas, quien extrajo de la orquesta un sonido ágil, con articulaciones vivas y contrastadas que aportaron relieve a una partitura que, en otras manos, podría sonar monótona, muy especialmente por la redundancia en sus movimientos intermedios. El Allegro brotó con energía a raudales, pero fue un vigor controlado y calculado, marcando silencios breves pero significativos que convertían cada gesto en una idea musical. La transparencia que nacía de las cuerdas fue vital para el éxito de esta aproximación. El Minueto sonó tenso y preciso, mientras el introspectivo Adagio alcanzó una pureza casi litúrgica gracias a un fraseo amplio y a una gradación exquisita del color. En el Presto, el director impuso una pulsación vibrante y una claridad estructural que cerró la obra con efectivo dramatismo.
El Requiem de Mozart, fue presentado en la realización de Robert Levin, opción que el director explicó brevemente al público. González-Monjas subrayó que se trataba de una versión menos retórica y más cercana al espíritu mozartiano: Levin revisa la orquestación de Süssmayr, eliminando duplicaciones y reforzando la coherencia. Asimismo, restituye pasajes omitidos y unifica criterios que devuelven al Réquiem su ligereza original. Entre los momentos más esperados por el público disfrutamos de un solemne Introitus, que evidenció una gran atención al detalle y un apropiado control de los planos sonoros. El Kyrie, de trazo enérgico, mostró una cuerda tersa y maderas bien perfiladas —corni di basetto y fagots en primera fila orquestal— mientras que el Dies irae generó una tensión implacable. El Confutatis maledictis fue uno de los momentos más logrados: González-Monjas equilibró admirablemente gravedad coral y claridad instrumental, logrando un crescendo de gran densidad emocional sin caer en el dramatismo fácil. Sin embargo, y es triste escribirlo, la ausencia de concha acústica volvió a penalizar seriamente la proyección general, difuminando el impacto sonoro y obligando a los cantantes a compensar con esfuerzo. Una situación que noche tras noche convierte la experiencia musical en una batalla contra la fuerza de la gravedad: la música intenta alzar el vuelo, pero el aire que la sostiene simplemente no existe.
Maëlys Robinne, se mostró irregular, con un fraseo vacilante, sin transmitir la serenidad y espiritualidad que el Introitus requiere; o sin un canto fluido, sin rupturas respiratorias, en el Recordare. Carlos Mena, en el inusual papel de contratenor en esta obra ofreció una lectura de gran nobleza, con una emisión cálida y legato impecable, y al mismo tiempo buena proyección. Rodrigo Carreto, se mostró como un tenor de emisión cálida y dicción pulcra, muy expresivo, por ejemplo, en el Mors stupebit, levemente teatral. Su intervención en el Domine Jesu mantuvo esa línea de brillo natural. Ferran Albrich, por su parte, mostró solidez y autoridad en todo momento: su Tuba mirum tuvo el peso y la hondura necesarios.
El Coro de la Sinfónica de Galicia respondió con entrega y empaste, y con un compromiso indudable. En algunos pasajes —como el Rex tremendae— forzó ligeramente en la potencia, en un intento de compensar las limitaciones acústicas. Fue una grata sorpresa la presencia entre los bajos del nuevo gerente de la orquesta, Juan Antonio Cuéllar. A su ya conocida faceta de compositor y divulgador se suma la de cantante, gesto que lo acerca aún más al conjunto y que ojalá se traduzca en una mayor presencia en la temporada del COSG.
En definitiva, fue un Requiem sobrio, inteligentemente planteado y de notable densidad expresiva. Un concierto que, sin buscar el deslumbramiento, devolvió al público la pasión por los clásicos bien entendidos y mejor servidos.

