“Los directores de orquesta, los cantantes, los pianistas, todos los virtuosos deberían saber o recordar que la primera condición que debe cumplir quien aspire al prestigioso nombre de intérprete es la de ser ante todo un ejecutante sin falla. El secreto de la perfección reside, ante todo, en la conciencia de la ley que una obra impone a quien la ejecuta”- Igor Stravinsky, Poética musical.
La perfección se dice de muchas maneras. Y, si de música se trata, la London Symphony Orchestra constituye una apuesta genuinamente segura -tuvimos la fortuna de comprobarlo en Madrid a comienzos de temporada, con motivo de la inauguración de la presente Serie Arriaga-. De un modo especial, es preciso señalar, en aquellos programas que propician la colaboración de partenaires -ya sea en el podio, ya sea en los roles solistas- condignos, que correspondan sin fricción a la entidad del llamado.
La ocasión que nos ocupa reúne ambas coyunturas: Sir John Eliot Gardiner -fama y título ameritados lo preceden- a la batuta y Piotr Anderszewski -no en cualquier solista recae la responsabilidad de enmendar la ausencia de una Maria João Pires- al teclado. Desgranemos con detalle los resultados musicales de semejante pléyade -en lo que se refiere a Gardiner, por cierto y sin desdoro de más ejemplos, también en el sentido literal de la expresión, como puede atestiguar la lectura de su celebrado Music in the Castle of Heaven (La música en el castillo del cielo: un retrato de Johann Sebastian Bach)-.
El ejercicio se inició al socaire de la obertura Genoveva, op. 81, de Robert Schumann. Perteneciente a la ópera homónima -única muestra de este género en el catálogo del compositor alemán- y creada apresuradamente en el abril de 1847, esta página concita las mejores virtudes schumannianas aplicadas al género sinfónico -aquí sujeto al molde estructural de un allegro de sonata-: dominio e innovación de la armonía, un exuberante lirismo y la diestra combinación del registro dramático con la pureza formal de la música absoluta.
La LSO y Gardiner, a través de la oposición del material temático en do menor y mi bemol mayor, generó desde el principio una atmósfera románticamente densa, pero sutilmente delineada: todas las cuerdas sonaron límpidas, evitando perderse en los decibelios de un tutti confuso y logrando el timbre justo, fielmente -y en ello radica una de las mayores dificultades de interpretar al Schumann sinfónico- in tune. Gardiner concentró su gesto en el aspecto melódico, elaborando cada motivo y obteniendo siempre una respuesta vívida de la formación inglesa -cabe encarecer la labor de las llamadas del metal y la construcción de los acordes desde archi-. En suma, breve pero magnífica carta de presentación.