El pasado concierto de Ibermúsica, sobre el programa, sonaba muy lucido, de esos a los que vale invitar a un acompañante con el maquiavélico propósito de engancharle a la melomanía. Así, pues, llamé a un amigo al que me sorprendió escucharle que era la primera vez que entraba en el Auditorio Nacional. Pero, lo que realmente me dejó anonadado fue la pregunta que me hizo tras terminar la primera pieza: ¿Para qué sirve un director de orquesta?
Nunca me lo había planteado. Al ser músico de orquesta –fagotista, en concreto– antes que crítico, conozco bien el gran trabajo que los maestros realizan, sobre todo, en los ensayos, lo que llamamos coloquialmente “montar un concierto”. Solucionan dudas, proponen ideas y consiguen crear nuevas sonoridades sacando el máximo partido a la agrupación que tienen entre manos. Pero es un trabajo que no siempre se ve en el escenario. Ocurre antes del concierto, de espaldas al público y no siempre es fácil de advertir. Pero, sin duda, cuando no se da, se escucha también y sirve para valorar aún más el trabajo de los buenos directores.
Tal fue el caso de la dirección de Josep Vicent al frente de la Belgian National Orchestra. Sus movimientos, por muy espasmódicos y exagerados que fueran, no aportaban nada a la obra que, en el caso de El cazador maldito funcionó mejor gracias a la inercia de una rítmicamente impecable Belgian National Orchestra que a la virtud del maestro. En el Concierto de Aranjuez, Vicent realizó un trabajo aceptable en los movimientos primero y segundo, pero el Allegro gentile sonó impreciso y no logró la perfecta comunión que se requiere entre orquesta y solista. Pablo Sainz-Villegas, el solista, destacó con un sonido potente y redondo. El primer movimiento fue perfecto. Se podía discernir cada una de las notas de la guitarra de forma clara. En la orquesta destacó la musicalidad del oboe solista, Arnaud Guittet, quien, en la segunda parte, interpretaría el solo del corno inglés en el Bolero de Ravel con igual éxito.
En el Adagio, además del solista, destacó la delicadeza con la que las trompas recogieron el tema. La potencia que Pablo Sainz-Villegas ya había demostrado en el Allegro con spirito sirvió en este segundo movimiento para producir unos fraseos generosos en matices y llenos de una pasión lograda a partir de reguladores. La primera cadenza fue, en este aspecto, impecable. No lo fue tanto la segunda, en la que el riojano abusó de los silencios, dando lugar a un fraseo que parecía más inseguro que “rubateado”. Hubiera deseado escuchar en las propinas una rectificación de esta cadencia —que los que le seguimos sabemos que quedó por debajo de sus estándares— frente a sus manidas propinas habituales. Del Allegro gentile, poco que rescatar. La orquesta no se amoldó correctamente a los tempi que propuso Sainz-Villegas, lo que dio lugar a una interpretación tensa y poco fluida que tuvo el nervio justo para levantar unos aplausos.
La misma sonoridad de este tercer movimiento del Concierto de Aranjuez se replicó en La Valse: tensión y falta de fluidez, que se supo palier con un sonido compacto entre secciones. En el Bolero de Ravel los matices de los músicos fueron excelentes: a destacar el fagot y el, ya mencionado anteriormente, corno inglés. Las flautas estuvieron increíblemente precisas en la parte rítmica, y el trombón realizó unos glissandi muy musicales. La cuerda estuvo bien coordinada y ofreció un sonido compacto. El Bolero, conocido por su repetición constante de un mismo tema, tiene un momento clave: el final, en el que el tema, ya en fortissimo, por primera –y última– vez cambia. Josep Vicent pareció estar demasiado ocupado danzando sobre la tarima como para resaltar esta variación del tema en las dos ocasiones en las que lo interpretó. La propina hubiera sido un momento excelente para hacer énfasis en este importante momento de la obra que no puede quedar sin resaltar, ¿para qué sirve un director si no?