¿Qué tiene en común un programa de música francesa con Debussy, Saint-Saëns y Franck? La presencia de Wagner. No se puede negar la influencia de este convidado de piedra, entre el último tercio del siglo XIX y el comienzo del XX en Francia, ya sea para contar sus detractores, como Debussy, los sostenedores, como Franck, o los que cambiaron de idea como Saint-Saëns. Con un trío de obras cercanas temporalmente como diversas por concepción, recalaba en Ibermúsica la Philharmonia Orchestra con su director Santu-Mattias Rouvali y un pianista bien conocido como Javier Perianes.

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Mark van de Wiel, Santtu-Matias Rouvali y la Philharmonia Orchestra
© Rafa Martín | Ibermúsica

La página inicial, la Première Rhapsodie de Debussy, mostró la capacidad de la formación londinense para esfumar y fusionar los planos sonoros y plasmar una tímbrica cristalina, ayudada por la claridad de la batuta de Rouvali y el clarinete de Mark van de Wiel. El mundo ensoñado del compositor impresionista dio paso a un escenario igualmente colorido pero de contornos más nítidos. El Concierto núm. 5 para piano y orquesta de Saint-Saëns es un dechado en términos académicos con una inyección de exotismo y una elegante escritura pianística. Perianes demostró dominio sobre la partitura, con un justo equilibrio entre precisión y lirismo, entre agilidad y remaches rítmicos. Por su parte, Rouvali acompañó devolviendo el oportuno color orquestal aunque con un fraseo constantemente distendido y por ello más bien monótono. Solamente el tercer movimiento estuvo más inspirado, con un Perianes capaz de articular su discurso de manera más incisiva, constituyendo un revulsivo para una orquesta más bien amanerada. Consolidó el pianista onubense su notable prestación en un bis, la Danza del fuego de Falla, donde demostró su gran capacidad para manejar los tiempos internos a la vez que alternaba registros más percusivos con una mayor suavidad tímbrica.

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Javier Perianes
© Rafa Martín | Ibermúsica

La pieza conclusiva, que ocupaba enteramente la segunda parte del concierto, era la Sinfonía en re menor de César Franck. Obra de madurez, intento de síntesis entre la forma francesa y la armonía wagneriana, esta sinfonía aspira a la majestuosidad sonora del órgano en el primer movimiento, a la sencillez bucólica en el segundo y al éxtasis en el tercero. Y esto era de esperar por una formación como la Philharmonia, por lo que aconteció nos deja con cierto sabor amargo. Hubo un problema de planteamiento, de fondo, en términos de sonoridad, en el sentido de que la amalgama fue insuficiente, especialmente con el metal, que cubrió a las demás secciones, dando más la idea de una fanfarria que de un órgano. Además, las dinámicas se contrastaron en exceso, faltando la ligazón de las voces medias y las adecuadas transiciones. El segundo movimiento se cinceló con más cuidado, resultó logrado el desarrollo del tema principal con una cuerda que recobró protagonismo y devolvió los matices del subyacente contrapunto. Por el contrario, el conclusivo final adoleció nuevamente de unos metales desencadenados que dieron un aire farsesco y alejado de toda solemnidad al cierre de la obra. Aunque Rouvali dirigió siempre con gesto claro y estructuralmente equilibrado, los desajustes en dinámicas y gestión de las secciones orquestales empañaron una lectura que confundió la exuberancia con la desmesura.

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Santtu-Matias Rouvali al frente de la Philharmonia Orchestra
© Rafa Martín | Ibermúsica

En definitiva, si en la primera parte echamos de menos algo de arrojo y más personalidad, a la postre, podemos decir que fue la más interesante por el sonido plasmado y por la fundamental labor de Perianes, mientras que en la segunda mitad, a pesar de las cualidades de la orquesta, no atisbamos a comprender el motivo de un trazo tan grueso y esquemático. Una velada que dejó un recuerdo bien distinto de la visita hace unos años con su anterior titular, Esa-Pekka Salonen.

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