La metáfora de la catedral para hablar de la música de Bruckner está en realidad bastante manida, pero no deja de ser eficaz, sobre todo si nos concentramos en algunos aspectos que no tienen tanto que ver con la majestuosidad de las estructuras, sino con el paulatino desocultamiento de lo que realmente importa, a saber, con la orientación teleológica que el visitante, o en nuestro caso el oyente, experimenta en el arco de su estancia.

Introduzco de esta manera el Concierto Sinfónico 7 de la Orquesta Nacional de España, con la Quinta sinfonía del compositor austriaco, porque el éxito de la interpretación depende a menudo de cuánto el oyente consigue cohabitar ese espacio sonoro, ese mensaje tan evidente como misterioso que sostiene la espiritualidad de Bruckner. En términos estrictamente musicales, el director tiene la tarea de organizar el enorme material, íntimamente ligado entre sí, para que no resulte a veces repetitivo y su significación logre agigantarse según su proceder.

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David Afkham al frente de la Orquesta Nacional de España
© Rafa Martín | OCNE

En tal sentido, Afkham tiene un oficio ya ampliamente demostrado, lo suficientemente analítico para plasmar lecturas equilibradas en un repertorio como este, por el que muestra cierta preferencia, y a la vez obtener una sonoridad generosa y para nada amedrentada. El primer movimiento se abrió delicado, con el pizzicato de la cuerda, mostrando los primeros motivos temáticos que aparecerían a lo largo de la obra. Afkham tuvo los momentos más acertados de este primer tiempo justamente en los registros dinámicos más etéreos, aprovechando de un orgánico no especialmente amplio, mientras que resultó algo rígido y esquemático en el Allegro, con una sonoridad demasiado contrastada, un uso del metal más bien plano, alguna arista en la cuerda, y un enfoque más bien orientado hacia la presentación de un material que volvería en los movimientos restantes, sin sacar el jugo del movimiento inicial en sí. El Adagio tomó otro cariz, con una intensidad lírica anunciada desde el oboe y que se trasladó a una cuerda bien redondeada en el tema principal y un empaste tímbrico robusto de hondas resonancias, pero equilibrado con un fraseo nítido sin caer en unos tempi demasiado dilatados. También las transiciones estuvieron bien construidas, ayudando a trazar esa orientación en un lienzo claroscuro, sosegado, en el que Afkham, de gesto no particularmente enfático, moldeó el movimiento como el verdadero cimiento de la obra.

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Profesores de la Orquesta Nacional de España
© Rafa Martín | OCNE

Desenfadado y vivaz, el Scherzo aportó luminosidad a pesar de su tonalidad menor, gracias a una articulación elegante, en el que el dramatismo destilaba energía y vitalidad. Así mismo, la presentación del Ländler en el Trio fue genuina y luminosa, con una cuerda sedosa y un viento madera dando las oportunas notas de color. El Finale es un movimiento de tremenda ambición, en el que se combinan algunas ideas potentes a través de un interesante desarrollo contrapuntístico para desembocar en un imponente coral escandido por un pletórico metal. Es un movimiento simétrico al primero aunque Afkham le dio un impulso completamente diferente, ligando con esmero todos los ejes temáticos y marcando unos tiempos solemnes, que dejaran una cierta recreación sonora en una compenetración entre las secciones que había cogido definitivamente cuerpo y se desplegaba en todo su esplendor. No faltó vigor con dinámicas elevadas y una vibrante coda en la que la Orquesta Nacional destelló conjugando virtuosismo y madurez.

El planteamiento de Afkham, tras un arranque del concierto algo conformista, funcionó según se fue acercando al final, culminando en el movimiento conclusivo cincelado con gran maestría y dejando al oyente en el umbral de lo absoluto, recordando con Hegel que “de lo absoluto hay que decir que es esencialmente resultado, que sólo al final es lo que es en verdad”.

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