La conjunción de aunar intérprete, director y compositor en una misma ocasión no suele ser muy frecuente. En el caso de Jörg Widmann, esto es empero la regla: con su clarinete o sobre el podio es habitual que recorra, en un mismo concierto, obras icónicas del repertorio clásico con el que reivindica un vínculo musical y espiritual, a la vez que presenta algún trabajo propio.
Widmann comenzó con su faceta de clarinetista al frente de una reducida sección de cuerda de la Orquesta Nacional de España para afrontar el Quinteto para clarinete en si bemol mayor, op. 34. Es esta una obra sofisticada, elegante, sin ser por ello superficial, sino todo lo contrario, contiene una multiplicidad de ideas y recursos y también exigencias para el ejecutante. El sonido que surgió de la cuerda fue rico desde el primer momento, ajeno a su condición de orquesta camerística, con perfil bien delineado y un planteamiento que reivindicaba su condición de puente entre el clasicismo y el romanticismo. Widmann comentaba en su videopresentación del concierto que, en el fondo, el tema del Quinteto era la danza, la pulsión rítmica en torno a la que se articulan los demás elementos armónicos y melódicos. En esa línea, Widmann se confirmó como un excelente clarinetista, un virtuoso atento capaz de poner los acentos correctos en todo momento. Desde la organización inteligente del primer movimiento hasta la brillantez del último, pasando por la sutil delicadeza tímbrica de la Fantasia o del frenesí del Menuetto, todo se desarrolló con solidez y confianza, haciendo parecer fáciles las endiabladas escalas y arriesgados saltos, de forma tal que el entendimiento y el disfrute fue visible entre solista y conjunto.
A continuación, y con una orquesta más nutrida, Widmann presentó su Danza macabra. La obra es un homenaje a la danza, no en sí macabra, sino que se hace tal a través de su transfiguración. A pesar de sus marcadas disonancias y su agresividad percusiva, esta composición no es de difícil comprensión gracias a su unidad formal bastante clásica, su vertebración rítmica coherente y bien hilada y una juguetona imaginación melódica. El alemán se mostró atento y generalmente preciso en la dirección, sin renunciar a un alto voltaje, intuyendo las potencialidades de la ONE en la percusión y el metal. El resultado fue trepidante, efectista sin duda, pero cuyo material deja igualmente un poso para lecturas más meditadas.
Tras el descanso completaba el programa la Séptima sinfonía de Beethoven. Evidentemente esta obra también está recorrida por la idea de la danza, algo que fue motivo de incomprensión o incluso de burla en la época de su composición. El enfoque de Widmann en este caso fue más bien heterodoxo, interesado en trazar una visión personal más que en plasmar una versión antológica (lo cual sería sin duda pretencioso en una obra así): el polifacético muniqués se propuso impactar con una sonoridad contundente y robusta. Sin embargo no faltaron matices como unas dinámicas bien contrastadas y un empaste tímbrico bien degradado entre las secciones. Así mismo, el Allegretto fue más luminoso que fúnebre, más majestuoso que rabioso, con un fraseo bien concatenado. Mientras que los movimientos finales nos dejaron sin aliento con unos tempi al límite (intentando acercarse a la indicación metronómica de la partitura), enfatizando ese núcleo rítmico autoportante y destellando con las potentes intervenciones de las trompetas.
Fue un concierto de corte de autor, en el que el Widmann compositor se puso frente al espejo de sus referentes y supo plasmar un lienzo que fue un homenaje hacia ellos y hacia Terpsícore, musa de la danza.