Los amantes de la música del siglo XX han tenido motivos de satisfacción en este concierto 19 del ciclo sinfónico de la Orquesta Nacional. La formación ha ofrecido una de esas piezas que los manuales marcan como cumbre en el devenir de la historia de la música, la Noche transfigurada de Arnold Schönberg. Su interpretación ha sido, en general, pausada y cuidadosa con la arquitectura armónica de la composición. No le faltó mérito al director James Conlon, pero es necesario afirmar que la sección de cuerdas de la OCNE logró efectuar una interpretación memorable de esta obra maestra. Al otro lado de la balanza, sin embargo, hay que situar la Sinfonía lírica de Alexander Zemlinsky, una obra que los antedichos manuales ni siquiera mencionan de pasada, y un compositor cuyo nombre aparece habitualmente ensombrecido por el genio de Schöenberg.
Tal vez sea esta la razón por la que el aforo de la sala sinfónica, en esta ocasión, se encontraba llamativamente reducido. En todo caso, se tiene a la Noche transfigurada como un poema sinfónico de cámara (compuesto para orquesta de cuerda), por lo que al menos no le perjudica una audiencia pequeña. Y, efectivamente, la interpretación resultó en una suerte de introspección íntima, en el paulatino devenir de un pensamiento, de una agitación interna que se iba elaborando y alimentando de sí misma hasta alcanzar notorias explosiones climáticas. Unas veces reinaba el carácter del desasosiego, y otras el temperamento desahogado de quien asume como verdad una circunstancia particularmente opresiva. No es para menos la incertidumbre emocional que proyectó magistralmente la Orquesta Nacional, después de todo, el programa en que está basada describe a una mujer confesando a su pareja que está embarazada de otro hombre.
Con todo, la conducción de la obra resultó excepcional en la meticulosidad del fraseo y, sobre todo, en la habilidad para construir una historia expresiva sin apresurar el clímax. De esta manera, cada nota, cada acorde, aportó su experiencia individual en la arquitectura del temperamento requerido. Y además, y para el mayor disfrute de los más analíticos, pudo apreciarse claramente la hábil construcción armónica de la composición. Una primera parte, como hemos dicho, sin duda memorable.
La segunda parte no siguió la misma senda, desgraciadamente. No nos corresponde aquí hacer un juicio pormenorizado de la Sinfonía lírica como composición, pero sí podemos sugerir que en su elaboración existen elementos que recuerdan a Richard Strauss, aquéllos, por ejemplo, en que la orquesta se enmaraña con las líneas melódicas de numerosos instrumentos. Estos pasajes requieren una meticulosidad en el equilibrio tímbrico que esta vez se confundió en una barahúnda de sonidos, la mayor parte del tiempo en el registro fuerte, con poco contraste y con pocos elementos conjuntivos entre los distintos segmentos.
En esta acometida del todo fuerte se encontraban los cantantes ejerciendo una lucha titánica por elevar su voz por encima del gran efectivo orquestal, más bien con poco éxito. Sólo el gesto exageradamente enrojecido de Martin Gantner permitía en estos pasajes apreciar que el barítono estaba cantando. No obstante, cuando la dinámica se acomodaba más a las necesidades del solista se pudo percibir una afinación adecuada, una medida más equilibrada con la orquesta y una correcta pronunciación del alemán. Lo mismo podemos apuntar de la soprano Aga Mikolaj, si bien esta, con un timbre más potente, logró descollar en algunas ocasiones por encima del cúmulo orquestal, ciertamente con un gesto más impetuoso que musical.
Nos quedamos, pues, con el recuerdo indeleble y sobrecogedor de la interpretación de la Noche transfigurada, con el ejercicio de compenetración de las cuerdas de la Orquesta Nacional y, por supuesto, no lo olvidemos, con las excelentes intervenciones de sus solistas.