Uno de los anhelos de Pessoa a principio del siglo XX era “dividir Iberia en naciones separadas” para que cada una mantuviera su idiosincrasia al tiempo que fortalecería una hipotética Federación Ibérica. Nunca han faltado voces que abogaran por ello, pero parece una solución lejana. En L’Auditori, sin embargo, sucedió lo contrario en un concierto en el que las identidades, tanto singulares como compartidas, actuaron como argamasa de todos los agentes implicados. El primero fue José Rafael Pascual-Vilaplana. El director que con su extremado conocimiento del repertorio y ganas de derribar fronteras aunó los esfuerzos de las Bandas Simfònica Portuguesa (BSP) y Municipal de Barcelona (BMB). El segundo, el solista, Manuel Martínez, un virtuoso enraizado como Pascual-Vilaplana en la tradición musical valenciana que apuesta por la innovación y, a renglón seguido, los cinco autores que se sucedieron en el programa.

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Manuel Martínez
© Dani Cantó | L'Auditori

En términos periodísticos la noticia gravitaba en el estreno de Memoria de la isla verde. Un concierto para clarinete y banda de Sánchez-Verdú que reúne todos los requisitos de este tipo de piezas. Para el solista, una escritura que muestre sus cualidades, como así fue: dominio extremo del instrumento, exhibición en efectos que moldean el sonido, pasajes “de dedos” y expresividad. Esta pasa por cierto primitivismo del que participa también el conjunto. En la banda, el compositor aprovecha instrumentos que le son propios como los bombardinos, que junto a las robustas tubas (también los clarinetes bajo y contrabajo) compensaron las sonoridades agudas y estridentes del solista. Sus evoluciones se reflejaron algunas veces en su propia cuerda. Un juego de espejos sobre refulgentes glissandi. La percusión, muy presente desde la poderosa introducción, propició algo el movimiento espacial del sonido. Pero, por más que la predisposición de los profesores de la BMB y el director fuera notable, se echó en falta mayor soltura en los pasajes repetitivos. El carácter identitario del concierto deviene de la conjunción de dos nociones inherentes al autor. La isla verde es Algeciras, su ciudad natal; confín del Mediterráneo y primera fundación de los árabes en su expansión por la península. Para el sufismo es un espacio mítico, convenientemente recreado por una eficaz iluminación del escenario en tonos verdosos, en el que habita Simorgh, rey de las aves que acuden a él tras un largo peregrinaje.

Las otras cuatro composiciones fueron distribuidas en dos bloques. El primero, anterior a Memoria de la isla verde, estuvo formado por páginas de dos jóvenes compositores portugueses. Apoteose, de Malha, es una obra descriptiva que combina episodios rapsódicos con secciones rítmicas y vibrantes, en la que la BSP demostró ser una potente y engrasada maquinaria. De sonoridad noble y robusta, destacaron la granítica sección de graves y todos los solistas. Continuó, Gentio sao os olhos negros… Glosas sobre un tema tradicional de las Azores, de Carvalho. La armonía de esta página es un punto más atrevido que la de Apoteose y el fliscorno —sobresaliente— tiene una presencia constante. El problema que presenta es que en puridad es un tema con variaciones, pero dispuesto al revés. Es decir, sólo al final se escucha el tema festivo del que proviene el material anterior, lo que supuso, en la versión que se presentó, cierto desconcierto. El hilo de hacia dónde se dirigía el discurso tardó en llegar.

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José Rafael Pascual-Vilaplana, Manuel Martínez y los integrantes de las bandas
© Dani Cantó | L'Auditori

El segundo bloque, posterior al estreno de Sánchez-Verdú, lo constituyeron dos piedras miliares del repertorio bandístico: Gloses II, de Blanquer, y Dionysiaques, de Schmitt. La lectura que se hizo de ambas resultó de absoluta referencia, contando con que en la segunda intervinieron conjuntamente los profesores de las dos bandas formando la que se podría denominar, en término pessoanos, “Banda de la Federación Ibérica”. De carácter más bien meditativo, en los cinco movimientos de Gloses se combinan temas populares que estuvieron bien resueltos con secciones rítmicas que en el cuarto, “Mosso, con certa vivacitá”, recordaron a los modos empleados por Messiaen, maestro de Blanquer. En esta misma parte, la expansión de los grandes acordes nos permitió saborear su mediterraneidad. Por último, en el “Allegro jubiloso”, el virtuoso timbalero —reflejo de la música para las fiestas de moros y cristianos— puso el punto final. En Dionysiaques la suma de la calidad de los elementos de cada una de las bandas no hizo más que multiplicar la del conjunto. Desde las tubas, que inician la obra, hasta los difíciles solos de requinto, que a dúo y a unísono aún lo son más. Sus poco más de diez minutos resultaron todo un festival sonoro en una lectura que se podría tachar de modernista por su tendencia a la grandiosidad desde el categórico control de todos los parámetros.

Para concluir, la “Banda de la Federación Ibérica” ofreció una de las páginas cuya filiación emocional es imposible ocultar. Coreada por el público y con mención especial al solista de tenora concluyó la mañana la sardana La santa espina.

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