Después de ocho temporadas, Carmen de Bizet ha regresado a La Faràndula coincidiendo con el 150º aniversario de su estreno y la prematura muerte del compositor. Este retorno marca también el nuevo rumbo artístico impulsado por Jordi Torrents, con una producción sólida y convincente gracias a la propuesta escénica de Rita Cosentino —recordada también por su acertado trabajo en Doña Francisquita—, que traslada la acción a la España de los años cuarenta, en pleno primer franquismo. Un ejército de estética falangista rodea a los personajes, pero la narrativa esencial de Carmen se preserva sin forzar lecturas políticas. Esta reubicación oxigena visualmente el título, alejándolo de estereotipos localistas sin despojarlo del fatalismo y la violencia de género inherentes.
El espacio escénico, dominado por gradas en hemiciclo, da cohesión a la acción. Pese a cierta frontalidad en los movimientos, el conjunto ofrece dinamismo y estampas visuales de gran efecto, con una ambientación sobria y efectiva, reforzada por el vestuario de Gabriela Hilario. Si el tercer acto destaca por la riqueza del atrezo, en el primero se echa en falta más variedad y matiz lumínico, donde la ambientación resulta algo plana. La dramaturgia aporta ideas muy acertadas: la representación de la muerte de Don José durante el Andante moderato de la obertura, al sonar el leitmotiv del Destino, añade un peso simbólico que conecta con la tragedia desde el primer compás. Otras soluciones, como la entrada de Escamillo desde el patio de butacas en el acto IV o la inclusión de dos parejas de baile, aportan frescura a una función que, por su duración de tres horas y cuarenta minutos, puede correr el riesgo de perder impulso, especialmente en la percepción de unos primeros actos de desarrollo más lento.
La batuta de Andrés Salado al frente de la Simfònica del Vallès alcanzó un alto nivel. Apostó por tempi amplios y estilizados, que realzaron la belleza sonora, la estratificación de texturas y el idiomatismo francés. Su lectura detallista extrajo un rendimiento notable de la orquesta, que acompañó con excelencia a los cantantes.
Olga Synaikova ofreció una Carmen de clara sensualidad y gran solidez vocal. En los dos primeros actos, donde prevalece el canto sobre el drama, construyó un personaje manipulador y desafiante, que evolucionó en los dos últimos hacia una figura más trágica y vulnerable. Vocalmente, mostró homogeneidad en todo el registro, con timbre cálido y proyección segura. Nacho Guzmán, como Don José, encarnó un personaje intenso e ingenuo, enfermo de celos y desamor. Defendió su parte con buen centro y agudos sólidos —incluido un meritorio si bemol en forte en el aria de la flor—, aunque acusó rigidez en la emisión y una dicción poco clara, afectada por una tensión vocal que limitó el impacto dramático final. La Micaëla de Tina Gorina fue toda una lección de canto, con una línea impecable, legato flexible, claridad textual y preciosismo tímbrico. Perfecta en el papel, dejó ganas de escucharla en otros repertorios. Pau Armengol, como Escamillo, resultó convincente en el empuje del personaje, aunque mostró agudos ásperos y débiles.
Leonardo Domínguez fue un Zúñiga muy cumplidor, mientras que Helena Ressureição (Mercedes), Rosa María Abella (Frasquita), Jorge Juan Morata (Remendado) y Cristòfol Romaguera (Dancaire) satisfacieron destacando en el quinteto del acto II y el trío del acto III. Igualmente meritorias fueron las intervenciones del coro infantil y del coro general, pese al tibio inicio del coro masculino, en una producción sólida que confirma que la Fundació Òpera a Catalunya avanza a buena velocidad de crucero.