El director alemán Markus Stenz reunió en el treceavo programa de abono de la Orquesta Sinfónica de Galicia a dos compositores tan fundamentales como Mozart y Bruckner. Aparentemente mundos ajenos, ambos coinciden en su condición de artistas naïve, capaces de exponer sus ideas musicales con una ingenuidad y sinceridad que llega al oyente como pocos lo consiguen. Stenz, tardío debutante con la OSG, es un director que, a pesar de tener todavía por delante una larga carrera, posee un amplísimo bagaje, tanto en concierto como en música grabada, muy especialmente con la que fue su orquesta, la eminente Gürzenich de Colonia. Sorprendió positivamente su claridad de ideas y su empuje en el pódium, atípico para un director germánico.
Tras programas tan sesudos como los precedentes, la música de Mozart fue como un bálsamo milagroso, y más aun siendo una de sus obras más emblemáticas: el Concierto para clarinete. La ya veterana Sharon Kam estuvo sobradamente a la altura del reto, tanto musical como técnicamente, exhibiendo un excelente control de la respiración y de la emisión. En los continuos cambios de dinámica que Mozart plantea, pasó sin la más mínima dificultad desde los pianissimi más suaves hasta los fortissimi manteniendo un sonido consistente. En una obra escrita para un instrumento más profundo que el clarinete actual, las notas más graves suponen un reto para no pocos intérpretes, pero en la lengüeta de Kam fueron un auténtico deleite; por ejemplo, en el clímax del Adagio. El acompañamiento orquestal, chispeante y rebosante de una vitalidad elegantemente contenida, fue sabiamente moldeado por Stenz. La única pega que se podría poner serían los movimientos de la solista, algo excesivos. Ante el merecido aplauso, Kam y orquesta regalaron una muy amena propina; la jazzística versión de la Promenade de Gershwin, rebautizada Walking the Dog, que permitió deleitarnos con el virtuosismo de Kam en un registro bien distinto.
Anton Bruckner volvía a los atriles de la OSG con la grandiosa Séptima sinfonía; no excesivamente programada por la orquesta en sus treinta años de historia. Aunque Stenz se ha prodigado más en Mahler, estábamos ante una oportunidad única para disfrutar de la obra. El resultado no sólo no decepcionó, sino que fue sencillamente memorable. Conste que Stenz optó por una aproximación muy personal, bastante atípica en el manejo del tiempo, muy en línea de su grabación de la obra. En este aspecto, encontramos diferencias abismales en la discografía, siendo el caso extremo el afamado de Celibidache con sus 77 minutos de duración o el mismísimo correcaminos Georg Solti, que sin embargo dilata la obra hasta los 74 minutos (en una videograbación registrada en Londres en 1978). Stenz se posiciona en el extremo opuesto del espectro, con una duración de casi menos de una hora, en la línea de un objetivista como Pierre Boulez. Este tiempo vivo probablemente hizo la obra más transitable, pero ciertamente hubo momentos en los que se echó en falta que el tiempo ya no solo se estirase, sino que incluso se detuviese, muy especialmente en Sehr langsam final del Adagio. Sin embargo, en el impetuoso Scherzo –más que en su propia grabación– Stenz resultó clarividente.
Al margen de preferencias personales, Stenz se mostró coherente a lo largo de toda la obra con una concepción que no por atípica deja de ser valiosa, muy especialmente gracias a la fervorosa respuesta de la OSG. Liderada desde el primer atril por Spadano, ésta se plegó con una entrega y devoción casi religiosa al director. En un nivel global excelente, merecen especial mención las cuerdas, plenas de personalidad y carácter, y los metales, cruciales en esta obra, que, sencillamente, añadieron una cuarta dimensión sonora a la interpretación. Fue emotivo verlos liderados por su antiguo compañero José Sogorb, actualmente en el Concertgebouw de Ámsterdam. Es mucho y bueno lo que podría decirse, pero me quedo con el balance global de una Séptima referencial; una auténtica catedral sonora, majestuosa y memorable, como nunca antes había escuchado a la orquesta.