Ya se vuelve la mujer rusa a las lejanas estepas. A lo largo del mes de octubre nos la ha traído el Teatro de la Zarzuela, enmarcada (y nunca mejor dicho) en el austero pero acertado diseño de Daniel Bianco. La compañía ha ido causando un amplio revuelo y una calurosa recepción por parte del público madrileño, y no era cuestión de perderse esta opereta que siempre ha destacado por su inspirada música y por su singular historia. Nosotros hemos acudido a la representación de clausura, y lo único que podemos lamentar es no haber ido también a las anteriores. Como mucho podríamos desear que el maestro Sorozábal hubiera sugerido a sus libretistas un poco más de desarrollo, que se queda un poco abrupto el desenlace, pero con la única intención de disfrutar aún más, si cabe, de la música.
En todo caso, y considerando la representación como conjunto narrativo, la experiencia fue absolutamente ágil, con un enfoque general orientado a secuestrar la atención del espectador y dirigirla exclusivamente hacia el desarrollo de la historia, sin propiciar un solo momento de decaimiento. De entrada, la escenografía resultó particularmente acogedora, y eso que se presenta ante un paisaje de objetos devastados por la revolución. Y tras esta desolación, la escena principal, la austera taberna encuadrada en diagonal y precedida por un enorme marco dorado, provocando la obligada impresión de estar presenciando una obra de arte. El resto: cuestión de la cuidadosa iluminación de Eduardo Bravo.
Bajo sus focos ensombrecidos surgió el motivo de Katiuska, tres notas repetidas en tono resolutivo, que ya anunciaban el drama. Inmediatamente la orquesta cambió el color para entonar una suerte de marcha fúnebre, comandada por el severo timbal y un motivo circular de las cuerdas, unos pocos y efectivos compases que no dejaban espacio a la duda: estamos en Rusia, y ha pasado algo terrible. Impecable, apareció el coro de peregrinos rusos entonando el lúgubre “Todo es camino lleno de miseria”.
Al tratarse de una opereta, aunque siempre se ha señalado que se trata cvde una zarzuela, el afecto se va relajando, e inevitablemente se vuelve más ligera en el trato y en el perfil de los personajes. En este sentido es obligatorio señalar la excelente labor de los secundarios, por haber sabido proponer la consabida chanza con gusto y estilo, empleando sus dotes cómicas para aportar humor a la interpretación con una declamación en ningún caso sobreactuada. Permítasenos destacar, sin menoscabo de los demás, la inspiradísima intervención de Antonio Torres como el coronel zarista Bruno Brunovich, y el fox trot “A París me voy”, interpretado con mucha gracia por Milagros Martín.