Para afrontar la Titán, ese "ensayo juvenil" (como lo llamaba el propio Mahler) a medio camino entre la ortodoxia sinfónica y el flagelo amoroso de Johanna Richter, hay que contar con una serie de elementos irrenunciables si se quiere llegar a buen puerto: una sección de cuerdas más que decente, metales superlativos y maderas de larguísimo aliento. Pero, por encima de todo ello, se precisa a un director de orquesta con una técnica depurada y sensibilidad para lo extraño, capaz de hacer andar a esta partitura maravillosa y descompensada que tiene mucho de todo, una especie de monstruo bello, patizambo, conmovedor y alicorto.

La Gewandhausorchester Leipzig cuenta con todos estos ingredientes: tiene una sección de cuerda sólo comparable hoy día a la Filarmónica de Viena o la Concertgebouw de las tardes buenas. Empastada, lírica sin ser dulzona, su ductilidad es perfecta para abordar repertorio de fronteras, como es el caso de este Mahler, donde lo popular y lo decimonónico se dan la mano. Los metales también son adecuados, con alguna imprecisión, y el viento madera fluye con una disciplina rítmica ejemplar. Y lo más importante: cuentan con Chailly. No nos puede sorprender a día de hoy la visión que de la sinfonía Titán tiene el milanés. En realidad no dista mucho, a nivel de arquitectura general, de la que grabara con la Concertgebouw en el 95: una planificación de las que no se ven mucho hoy día, un tímbrica cuidada por terrazas y una integración de los elementos populares que sirve de ejemplo arquetípico respecto a cómo amalgamar realidades bien distintas. En lo que varía aquella grabación de lo escuchado en el Auditorio es en que Chailly ya no quiere tratos con la languidez y el misticismo tradicional que copa las interpretaciones de Mahler. Hay una renuncia expresa a la tragedia crispada. Se prefiere un lirismo marcadamente furtivo y que no comparece para quedarse, sino para sugerir cierto paisaje interior. O, dicho todo esto de forma menos alegórica y pomposa, si algún lector quiere una masterclass de dirección de orquesta, antes que comprar los libros de Scherchen o Harnoncourt, pásense por un concierto de Chailly.

Ya desde los primeros compases de la obra, con ese pedal suspendido de más de cincuenta compases, se apreciaba esa apuesta más luminosa que viene como anillo al dedo a una sinfonía de juventud como esta, previa a algunos de los cataclismos sentimentales de Mahler y donde alejarse de la niebla y acercarse al sol invernal (luz sí, pero apenas calor), resulta más sincero. Sin llegar jamás al arrebato volcánico la orquesta se sumó a la visión transparente, cuidada, y colorista de Chailly. Ilustra esta idea su modélico tercer movimiento, donde la marcha fúnebre desfigurada por el Frère Jacques que dicta la partitura es llevada al territorio de la sonoridad klezmer, consiguiendo unas cotas de sarcasmo casi hirientes. En fin, un Mahler fantásticamente dicho, de corte muy hedonista (a la italiana, si se quiere), pero con un mensaje muy bien articulado, de primer orden.

La primera parte del concierto había transcurrido más al uso, con el Concierto para violín en mi menor, op. 64 de Mendelssohn, acompañado con sabiduría por director y orquesta, e interpretado por Julian Rachlin, indudablemente un virtuoso del instrumento que puso cada nota en su lugar pero nunca llegó a elevarse más allá de la pirotecnia, moviéndose en un territorio ambiguo entre la dificultad técnica y la exposición clara pero un punto frívola. Contrastó con una segunda parte situada tan lejos de los fuegos de artificio.

Publicaba Eduard Hanslick en 1900, tras  el estreno de la primera sinfonía de Mahler en Viena, unas palabras sobre la pieza que se iniciaban interpelando abiertamente al compositor: "¡Uno de los dos debe estar loco, y no soy yo!". A juzgar por los quince minutos de ovaciones cerradas y público en pie, creo que no han sido pocos los alineados con esa forma de demencia. 

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