Scott Yoo, director principal de la Orquesta Filarmónica de la Ciudad de México, dirigió a la orquesta, a la mezzosoprano Carla López-Speziale y a dos coros (el Coro Femenino de la Orquesta Sinfónica de Minería y el Coro de Niños de la Schola Cantorum de México) en la interpretación de la monumental Sinfonía núm. 3 de Mahler, la sinfonía más larga del repertorio común. Debido a diversos acontecimientos en la capital (el Buen Fin, grandes manifestaciones y cierres de calles), el concierto comenzó con 25 minutos de retraso, pero esto resultó beneficioso, ya que permitió que la sala se llenara, casi totalmente.

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Scott Yoo al frente de la Orquesta Filarmónica Ciudad de México
© Andrea Morales | OFCM

El primer movimiento, el más extenso de la sinfonía, se titula "Pan se despierta; llega el verano". Es caótico, jubiloso y a menudo caprichoso: un torbellino de energía. Las trompas presentaron el tema principal del movimiento majestuosamente, mientras que el bombo puntuó las transiciones con delicadeza. Fue una pena que el percusionista (Mahler pidió específicamente "varios platillos" en la partitura, pero aquí solo se utilizó un juego) no lograra un sonido muy resonante. El famoso solo de trombón se interpretó sin errores, pero dejó algo que desear: las notas fortissimo sostenidas se tocaron más como sforzando, y el tono fue más metálico que abierto, no acercándose a un tono "colosal". (En una carta a Richard Strauss, quien ayudó a Mahler con los ensayos para el estreno de la sinfonía en 1903, Mahler escribió: "¡El primer trombonista debe ser excepcional, tener un tono colosal y un aliento poderoso!"). Los vientos y la percusión tocaron con precisión y brío a lo largo del movimiento, y a pesar de algunos momentos de descoordinación en los soli de contrabajo y chelo, el resto del movimiento se interpretó bastante bien, con un clímax vibrante que estuvo a la altura de la indicación de Mahler en la partitura: "con toda la fuerza".

El segundo movimiento, "Lo que las flores del prado me enseñan", es tan diferente que casi parece una sinfonía distinta. El suave ritmo del minueto fluía con delicadeza, evocando una apacible sensación de reposo. La magistral orquestación de Mahler brilló, y cada grupo instrumental demostró su potencial. El Scherzo, "Lo que los animales del bosque me enseñan", llegó rápidamente. Un scherzo bastante sencillo (en contraste con el sarcasmo, la ironía mordaz o el humor negro habituales de los scherzi mahlerianos), donde algunos animales (como el cuco en el requinto) se oían con claridad, tal como se debía. El solo de cornamusa fuera de escena proporcionó un cambio de ambiente apropiado, de lúdico a contemplativo, dando fin al movimiento.

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Carla López-Speziale, el Coro Femenino de la OSM y el Coro de Niños de la Schola Cantorum
© Andrea Morales | OFCM

Aunque algunos sobretítulos habrían sido útiles para el cuarto movimiento ("Lo que los hombres me enseñan"), la mezzosoprano Carla López-Speziale pronunció la letra con claridad y solemnidad, y la orquesta, en un tono más suave, ofreció un acompañamiento adecuado, preparándonos para el siguiente, "Lo que los ángeles me enseñan". En este movimiento, el más breve y abiertamente alegre de la sinfonía, Mahler cita una canción de su propia obra de 1899, El cuerno mágico de la juventud, en la que tres ángeles cantan sobre la consecución de la alegría celestial. El coro infantil se ubicó a la izquierda del escenario, con el coro femenino al fondo, ambos de tamaño modesto pero con un timbre claro y una gran atención al detalle. 

El movimiento final, "Lo que el amor me enseña", fue el punto culminante de la velada. Con un tempo relajado, Scott Yoo dirigió la orquesta hacia clímax sublimes y pianissimi de una delicadeza exquisita, incluso a pesar de la acústica seca de la Sala Silvestre Revueltas. La constante repetición y variación de la melodía, en contraste con la incertidumbre errática del primer movimiento, constituyó una resolución satisfactoria de la tensión generada durante la hora de música previa a este movimiento. Aunque se echaron de menos los platillos adicionales, el percusionista logró una resonancia grande para el clímax del movimiento, y los dos timbalistas aportaron una puntuación atronadora a la vibrante peroración final. El público se puso de pie para ovacionar. Quizás —como Scott Yoo había comentado en una entrevista para La Jornada a principios de semana— la atemporalidad del amor es lo que hace que esta música siga siendo tan relevante 130 años después de haber sido compuesta.

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