En un evento de una sola noche, la Camerata Opus 11, dirigida por Mario Monroy, junto con el Coro Sinfónico Opus 11, dirigido por Carlos Carbajar, interpretaron la Sinfonía núm. 2 de Gustav Mahler, llamada también Resurrección. La explicación breve de la génesis y estructura de la sinfonía que dieron previo al concierto fue útil, aunque notas de programa hubieran ayudado también.

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Mario Monroy al frente de la Camerata y Coro Opus 11 en la Sala Nezahualcóyotl
© Camerata Opus 11

El primer movimiento, Totenfeier (Ceremonia funeraria), tuvo una breve vida como obra independiente antes de incorporarse a la sinfonía. Lleno de ritmos entrelazados, cambios dinámicos fuertes, y orquestación multicapa, el movimiento representa el entierro del héroe de la sinfonía. El poder de la orquesta completa se sintió palpablemente en la famosa llegada de la recapitulación, que provocó un aplauso espontáneo. Algunos de los Luftpausen (respiros) que demarcan cambios estructurales importantes no fueron de todo sincronizados, y algunos de los crescendi (por ejemplo, el último solo de la trompeta, que subraya la cualidad menor del acorde que cierra el movimiento) pudieron haber sido más enfatizados, pero en general se logró transmitir el ethos del movimiento.

El segundo movimiento, un Ländler que proporciona un respiro del tormentoso funeral, fue breve pero dulce y alegre. La sección pizzicato en especial fue memorable, con afinación y articulación precisa entre todas las cuerdas. El director tomó un ritardando no escrito en los últimos compases del movimiento que funcionó bien.

Mario Monroy al frente de la Camerata Opus 11 © Camerata Opus 11
Mario Monroy al frente de la Camerata Opus 11
© Camerata Opus 11

El Scherzo, una retrospectiva sardónica de la vida del héroe fallecido, está protagonizado –entre otros– por los timbales, la escobilla (ruthe) tocada en el marco del bombo, y el requinto, que toca la melodía “con humor”, algo que fue ejecutado con gran efecto. La percusión y las maderas llevaron el movimiento con la ironía característica de Mahler, culminando en el famoso “grito” que resonó por la sala.

La mezzosoprano Belem Rodríguez Mora abrió el Urlicht (Luz prístina), acompañada por una orquestación reducida. El movimiento más corto de toda la sinfonía fue sencillo y lastimero, aunque a veces la dinámica de Mora no parecía cambiar con el resto de la orquesta.

El movimiento final, a la vez el más largo y más complicado, abrió de nuevo con el grito, llegando al “Gran llamamiento” primordial del corno fuera de la escena, lo cual fue bastante conmovedor. El famoso coral de metales fue ejecutado con una destreza impresionante, pero los metales bajos –cuya parte es marcada sempre fortissimo– quedaron un poco débiles sin llegar a sobrepasar la textura orquestal. La sección que le sigue (“la tierra tiembla, las tumbas se abren, los muertos se levantan y marchan en procesión interminable”, según las notas de programa de Mahler) se vio perjudicada por un error pequeño, pero importante (dado que tiene la única semicorchea para el platillo en toda la sinfonía): los platillos fueron tocados con baquetas en vez de entrechocándolos (como Mahler indica), disminuyendo bastante su intensidad. La tan esperada entrada del coro también tuvo un efecto menos impactante que la deseada Langsam. Misterioso (Lento. Misterioso), ya que la dinámica fue más mezzopiano que pianississimo. Pero el dúo de cantantes llevaron la música hacia un final conmovedor, a lo que se sumó la fuerza de la orquesta y coro tocando tutti fortiss(iss)imo. El cierre fue emotivo y vivaz, justo como debe ser una resurrección.

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