Tradición y modernidad: libertad, igualdad, singularidad. Este podría haber sido perfectamente el lema del primer programa de la residencia de tres días de la orquesta Anima Eterna Brugge de Jos van Immerseel en el Festival de Beethoven. Pero lo cierto es que se eligió como lema "Vier Mal Originalklang" (Cuatro veces sonido original), quizá para sugerir una cierta particularidad para las circunstancias locales y a pesar de la nueva dirección, o precisamente a causa de ella. Con obras acertadamente combinadas de Haydn, Mendelssohn-Bartholdy, Beethoven y Berwald, la velada logró poner de relieve las características comunes de estos compositores mediante reminiscencias a modelos compositivos y a exposiciones musicales pioneras.
Así, el programa incluía la Sinfonía núm. 104 de Haydn, la última de sus Sinfonías de Londres, con algunos movimientos ya más serios y dramáticos, como los que más adelante desarrollaría y perfeccionaría su discípulo Beethoven. Van Immerseel convirtió el vigoroso movimiento de apertura, con un tempo más bien moderado, en una vía microscópica en la que se hacía transparente cada uno de los motivos de los instrumentos. Tras la intervención de las cuerdas con su fraseo entusiasta y las trompas, bruscas aunque con acento redondo en el primer movimiento, en el segundo movimiento se incorporaban en términos de articulación junto a los fagots que, a su vez, se vieron bien complementados con el igualmente cálido bramido de los contrabajos, aún mejor las flautas y los oboes, dejando su impronta en la impresión general, con su sonido claro y nítido unas, y con reminiscencias de gaitas los otros. Al mismo tiempo, se adelantaba adecuadamente el final con su melodía popular croata. En ella, Haydn combina en un tono intrínsecamente divertido las influencias londinenses más recientes con sonidos de su patria. Pasado y futuro. En esta ocasión, Jos van Immerseel sorprendió con un tempo muy rápido, poco habitual en él.
Con igual expresividad y agradable celeridad, la velada continuó con el Concierto para dos pianos y orquesta de Mendelssohn, en el que llama la atención su desparpajo juvenil y sus juguetones ataques. Si tenemos en cuenta que Mendelssohn apenas tenía 14 años por entonces, tal vez aún no era previsible que recurriera a Bach, aunque sus obras tempranas para uno o varios instrumentos solistas y orquesta, o algunos pasajes de la composición, pudieran hacer pensar lo contrario. Esta pieza, con sus formas clásicas, recuerda más bien a los modelos de Mozart y Beethoven, pero en numerosos motivos también a los ideales de concierto de Hummel o von Weber.
Estas características son las que expusieron de manera congruente Claire Chevallier y Jos van Immerseel, con un perfecto entendimiento a pesar de estar sentados espalda con espalda, en sus llamativos pianos con un juego suave y perlado, así como con sus acentuados staccati. Tanto las transiciones suaves como las más rompedoras fueron ejecutadas con absoluta perfección. Lo jovial, con momentos de incipiente romanticismo, se expresó con una imagen sonora algo más suave, en la que el clarinete adquiría una especial presencia.
Esta ambivalencia estructural y sonora se hizo especialmente clara en el segundo movimiento, cuando a Chevallier le correspondía la parte romántica de tresillos y pasajes de semicorcheas acompañada por cuerdas agudas, con la calidez de la madera y sobre la base rotunda de los contrabajos; por su parte, van Immerseel se hizo cargo de la parte más dramática, con arranques clásicos. Tras una introducción enguirnanaldada de los pianos, alternando con solos de orquesta, el Allegro final, aparte de algunas transiciones breves y tranquilas, se convirtió en una exhibición de virtuosismo con vertiginosas ondas por todo el teclado. El dúo de pianistas dominó también esta tarea con aplomo y entusiasmo, aunque fuera de los pasajes rápidos los acentos hubieran podido ser algo más elaborados, y los pasajes de piano más silenciosos. En general, los solistas y la orquesta Anima Eterna se ensamblaron formando una unidad equilibrada, cohesionada con cautela y precisión por la concertino.
Si en la primera parte del programa la orquesta había tocado de pie, en la segunda parte los músicos se sentaron, para presentar con la obertura el motivo libertario-luchador del Egmont de Beethoven, que no podía faltar en Bonn. La introducción, lenta y voluminosa, termina desembocando en una breve sinfonía triunfal, que la orquesta expresa con cuerdas agresivas, trompas jubilosas y trompetas atacantes y victoriosas en una imagen de conjunto dramática, dinámica y más positiva. Le faltó algo de contraste a la transición debido a la elección de un tempo moderado para el Allegro pero, a cambio, esto hizo que el final, en una coda acelerada, resultara aún más furioso.
La Sinfonie singulière del gran artista Franz Berwald, que alcanzó el éxito tarde, reveló finalmente las novedades en comparación con su abrumador padre sinfónico Beethoven: la innovación reside en la estructura de tres partes con el Scherzo integrado en el movimiento central y el tono típicamente nórdico (anticipatorio de Nielsen). Atravesadas por cambios de motivos que se entrelazaban abruptamente unos con otros, a las formas idílicas de las cuerdas, las flautas y los oboes (tras el cambio, con un sonido ya más brillante y metálico) en el movimiento de apertura, tan difícil rítmicamente, se oponían paréntesis de metales ruidosos y agudos. La estructura, con más mezcla en general, se reflejó en un tejido sonoro más compacto, con violines agudos y graves equilibrados.
Tras el final extremadamente breve con sus acordes fortissimi, violines y violas retraídos, con bajos con trémolo y timbales mascullantes, se entregaron en el segundo movimiento a largas y sobrias fases; a continuación, un único golpe de timbal en fortissimo dio entrada al Scherzo adornado, en el que los contrabajos, con un acento divertido, jugaron con los trinos de los vientos madera. Igual de inesperadamente, con Berwald la orquesta vuelve entonces a la calma con notas largas de los metales y las cuerdas, así como los terrosos fagots. En el final, van Immerseel pone en escena un intrépido embrollo con trombones que se perciben, por una parte, como perturbadores y amenazantes, y por otra como sublimes garantes del orden que, como tras una travesía marina en mitad de la niebla, termina en un final ominosamente breve formado por un sencillo clímax de un único acorde.
La orquesta y los solistas, con un planteamiento al estilo de las antífonas (con los contrabajos a ambos lados) impresionaron con su rítmica equilibrada y de base estable, su naturalidad y su máxima claridad, y, con sus tempi mayoritariamente rápidos, ofrecieron un comienzo sorprendentemente espectacular.