Algunos proyectos parecen condenados desde el principio. La interesante idea de replicar el estreno de Goyescas en 1916 en el Metropolitan (entonces en un programa doble con Pagliacci) y reivindicar el repertorio operístico español se ha convertido en una pesadilla después de una desafortunada serie de cancelaciones. Primero se canceló la nueva producción encargada para Goyescas, finalmente presentada en concierto. Después, Plácido Domingo, que iba a dirigir Goyescas y debutar Gianni Schicchi, canceló por motivos personales. Para compensar a los cientos de fieles seguidores que una vez más habían acudido a la cita con el ídolo local, se programó un concierto entre las dos óperas con Domingo y otros cantantes del reparto de Gianni Schicchi. El resultado fue una bizarra sucesión de tres espectáculos totalmente inconexos: una pirueta imposible que concluye una temporada mediocre.

Goyescas, de Enrique Granados, es una obra interesante que merece mayor atención. Su torpeza dramática y un libreto ortopédico están compensados con creces por una partitura fascinante que mezcla magistralmente el folclore español y un cromatismo post-Romántico propio de las primeras décadas del siglo XX. Inspirado en los cuadros de juventud de Goya, la obra captura esa excitación caótica de las romerías (en este caso a San Antonio de la Florida), en las que los abanicos y las navajas cortan el cálido aire primaveral del Madrid Ilustrado. Por desgracia, no parece que estas funciones vayan a rescatar a la obra de un siglo de olvido. La falta de producción escénica no ayudó a dar relevancia a una historia gris y la orquesta y el coro visiblemente necesitaron más ensayos para dominar la difícil partitura. Es cierto que la dirección de García Calvo tuvo buenos momentos (el intermedio y la maravillosa canción del ruiseñor) pero no jerarquizó los distintos niveles sonoros de la partitura, cuyas partes más recargadas, como todo el primer cuadro, sonaron demasiado desordenadas. El reparto lo encabezaba María Bayo, verdadera especialista en el repertorio lírico español y con una brillante carrera a sus espaldas, pero que parece estar viviendo un triste declive vocal. Su extraordinaria musicalidad sigue ahí, pero el timbre casi ha desaparecido en el centro y el grave. El esfuerzo constante por mantener la línea vocal, entorpecida por un fiato corto, impidió cualquier intento de construir un personaje. Ana Ibarra destacó entre un reparto por lo demás correcto.

Después del concierto la arrolladora presencia dramática de Plácido Domingo llenó el escenario desnudo. Con 74 años, todos los sospechosos habituales han aparecido ya: fiato apurado (que hace imposible cualquier sentido de canto legato), menos volumen, un timbre algo ajado y un toque general de cansancio y premura. Sin embargo, es sorprendente cómo todos los rasgos heterodoxos que le convirtieron en uno de los tenores más populares de su generación son todavía reconocibles (incluyendo su incapacidad crónica para apianar el sonido). Aunque su conversión en barítono no ha sido muy convincente, todavía sabe dirigirse a los recuerdos que el público ha atesorado de él tras más de 40 años sobre los escenarios y volver a activarlos con exactamente el mismo lenguaje dramático. Después de un apresurado "Nemico della patria", cantó un sorprendente "Pietà, rispeto, amore", con un fraseo encendido y cortante, y un creíble Germont en el largo dúo con Violetta del Acto II. Cerró el concierto con "Luché la fe por el triunfo" de Luisa Fernanda y la visible emoción a punto estuvo de darle un susto vocal.

Muy por encima de los otros cantantes que participaron en el concierto (Luis Cansino y Bruno Praticò), la joven soprano Maite Alberola estuvo deslumbrante como Violetta, con una voz poderosa, un color de voz excitante y un fraseo apasionado. Le cuesta controlar la voz en la franja aguda, pero su técnica es refinada y genuinamente italiana. Sólo cabe preguntarse por qué no está cantando roles de protagonista en el Teatro Real.

Después del intermedio alguien debió de resetear la función para dar paso a una representación de ópera convencional. La puesta en escena de Woody Allen, de 2008, verdaderamente hace honor a la obra maestra de Puccini, convirtiendo a los personajes de Gianni Schicchi en estereotipos cinematográficos italo-americanos, un giro brillante que ilumina el argumento y la música. Su dirección, precisa y eléctrica, funciona perfectamente dentro de a escenografía abigarrada de Santo Loquasto, en la que el povero Buoso vivió sus últimos minutos melancólicos entre recuerdos horteras de Italia y bajo una postal enorme en blanco y negro de Florencia. Giuliano Carella inspiró chispa y sabor a una orquesta que tuvo su mejor noche en meses.

El reparto estuvo encabezado por Nicola Alaimo, un Schicchi perfectamente cantado que no se dejó llevar por el histrionismo natural del personaje. La Lauretta de Maite Alberola fue deliciosamente vulgar, con un "O mio babbino caro" perfectamente cantado, casi académico. Albert Casals, sin embargo, fue un pasable Rinuccio, cantado con entusiasmo pero con mala proyección y poco volumen. El equipo de secundarios estuvo más que correcto, destacando una gran Elena Zilio como Zita, cuya veterana voz resonaba por la sala, y el contundente Simone de Valeriano Lanchas. En definitiva, una buena función que encarriló la noche y cerró la temporada con una muy necesaria sonrisa.

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