Mahler bosquejó esta frontera entre noche y día, conocida también como la “Canción de la noche”; su séptima y última sinfonía es definitivamente el viaje final hacia otro mundo, delimitado por límites de la tonalidad y la complejidad analítica de sus fraseos. Las visiones románticas bañadas por los cromatismos progresivos y de los intervalos idílicos las ejecutó una Orquestra Simfònica de Barcelona en plenas facultades y dirigidos por Matthias Pintscher, ceñido a las dinámicas y recreando las dificultades en las construcciones de las unidades de estos cinco movimientos que la componen.
Iniciado el Langsam, Pintscher dominó el primer plano rítmico y melódico con la marcha lenta, incidiendo desde el comienzo en marcar la progresión armónica y la inestabilidad de los compases. Solemne y sombría, las secciones de cuerdas y vientos progresaron hacia la alternación del resto del foso en tonalidades, remarcando el carácter principal del tema y combinándolo en sus reexposiciones. Se sostuvo una energía que transitaba entre los ritmos punteados, como los pizzicatos de violines, y la austeridad tonal, ejecutando una intensidad remarcada por giros melódicos de los metales. Un desarrollo que priorizó desatacar el nerviosismo de la partitura, trocado solamente por los lirismos en los agudos y los intermedios bucólicos que condujeron a un cierre jubiloso entre elementos disonantes. En el primer Nachtmusik el protagonismo recayó en los diálogos de los vientos y en el uso de trinos con el sonido de los cencerros; en una recreación melancólica de la imagen del músico como “sonámbulo” que especificó el autor, la estabilidad del ritmo y del carácter del movimiento se mostró singular, teniendo como eje principal, de nuevo, el motivo central llevado por el corno inglés. Una complejidad motívica y melódica que Pintscher parapetó en una lectura rigurosa en dinámicas y estilo.

El carácter fantástico y expresionista se volcó en el Scherzo, una interpretación alterada de vals vienés a base de disonancias, ejercicios rápidos en las cuerdas y un aire generalizado de inestabilidad. Los efectos orquestales como los continuados pizzicatos de los contrabajos, las sordinas de las trompetas o los glissandos del resto de cuerdas, proseguían la línea marcada por el director, dominando los recursos contrapuntísticos y estructurales. A golpes de timbales, se cerró con un descenso generalizado de los registros. El segundo Nachtmusik tuvo un tono más íntimo, resaltando las escenas de arpa, por una reducción de la intensidad de la orquesta. Las largas secciones de maderas mostraron un regreso al plano idílico, envuelto por las dinámicas crecientes y acordes líricos. El solo de violín supuso el único motivo estático de casi toda la obra, así como lo particular de la mandolina o la guitarra como parte de la expansión pacífica de la melodía del nocturno.
El final representado por el Rondo fue impulsado por ritmos danzantes, en un plano brillante y animado que cerró un ejercicio monumental en todas sus formas con un eufórico final; retomando el tema principal del primer movimiento, se coordinaron en este último plano lo superlativo las combinaciones estilísticas y rítmicas arrastradas en los episodios anteriores. En una última serie, un final llevado a cabo por el protagonismo de la polifonía cromática de toda la orquestación: el tema vertebrador de la séptima alcanzando un turbulento final después de largas variaciones. Pintscher y la OBC desarrollaron un amplio abanico de posibilidades sonoras a base de secciones, motivos y elementos programáticos. El sonido de la Séptima desembocó en una imagen idílica, lúgubre y hasta caótica de las capacidades de la instrumentalidad, y una muestra de la complejidad analítica en las temáticas y en los elementos utilizados por Mahler.