Nos lleva de viaje Juan Pérez Floristán por tierras del Romanticismo en compañía de tres grandes, Schubert, Liszt y Chopin. De Chopin sabemos que por curarse de sus afecciones se embarcó rumbo a Mallorca, y que, no encontrando un sitio mejor, se hospedó en la húmeda Cartuja de Valldemosa, donde compuso sus famosos preludios “en el colmo de la angustia”, como se ha contado en alguna biografía. Uno se pregunta si, habiendo hecho como Saint-Saëns, que prefirió curarse en la soleada Gran Canaria, habría compuesto Chopin una obra tan singular y trascendente. 

Decía Liszt que estos preludios eran un modelo de absoluta perfección, y que cada uno llevaba la marca del genio. Esto convierte a estas piezas en un desafío para cualquier pianista, y de él solo sale entero quien es capaz de afrontar la multiplicidad de pensamientos que abordan todos los posibles afectos. En este sentido nos pareció que Floristán supo acometer y transmitir cada pasión con claridad, desde el arremolinado inicio en do mayor hasta el apocalíptico final en re menor, pasando por la angustia, la espiritualidad, el terror o la contemplación. Respecto a las tempi escogidos puede sin duda haber discusión, pero sí es necesario apuntar que, en ocasiones, un exceso de velocidad y de pedal ensombreció la claridad de algunas líneas, como las que perfila la mano izquierda en el tercer preludio, por ejemplo.

Juan Pérez Floristán © Fundación Scherzo
Juan Pérez Floristán
© Fundación Scherzo

Liszt, como gran admirador del arte, quedó entusiasmado con diversas obras que contempló en su peregrinaje por Italia. Allí encontró el cuadro Los desposorios de María, de Rafael, conocido hoy en día con el nombre de Sposalizio. Se trata de un cuadro de 1504, de asombrosa perspectiva, que representa el matrimonio entre María y José. La vara florida que sostiene este último sugiere que ha sido el elegido. Tampoco es fácil trasladar esta impresión al piano en una partitura que, aparentemente, no propone demasiadas dificultades. Tal vez el mayor desafío sea mostrar el paso contemplativo, lento e interrumpido que acontece hasta el explosivo final, y dotar a la obra de unidad y dirección. También nos pareció que Floristán había profundizado en la arquitectura formal y en el contenido emocional de esta obra, y nos lo supo transmitir en toda su complejidad. Sin problemas en el aspecto técnico, tal vez una velocidad más moderada en el final nos habría permitido percibir mejor las sobrecogedoras octavas finales.

Tras un ejercicio intenso de introspección pianística nos permitió Floristán hacernos partícipes de los pensamientos de Lorenzo de Médici, dibujando con claridad unas líneas melódicas sinuosas y con continuidad fluida, tal y como Miguel Ángel nos muestra en su magnífica escultura de Florencia. Aportó también el peso y el sonido apropiado para la meditación de una obra que, en suma, no deja de ser un monumento funerario. Y para concluir con el capítulo de Liszt nos ofreció la transcripción del Liesbestod de Wagner, donde apareció un sonido nuevo y más cálido que el proyectado con anterioridad, lo suficientemente versátil como para distinguir en un solo instrumento lo que en el original hacen la voz y la orquesta.

Terminó el viaje en su otro extremo con otra gran obra, la Wanderer-Fantasie, tal vez demasiado larga e intensa para finalizar un concierto tan cargado de emociones, pero aquí también nos demostró Floristán que está pertrechado con la técnica apropiada para solventar las tremendas dificultades pianísticas que propone Schubert, proyectando una interpretación rítmica y enérgica que nos tuvo cautivados desde el principio hasta el final, en todo momento atentos a la evolución del tema principal. Brillante el final, la reacción general no resultó demasiado elocuente, no obstante, el pianista sevillano nos ofreció su versión del preludio La fille aux cheveux de lin de Debussy, que no deja de ser un viaje a través de las canciones escocesas de Leconte de L’Isle, en cuya obra se inspiró el músico francés para componer este preludio.

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