Año y medio después de que Beatrice Rana dejara un recuerdo indeleble en la historia de los conciertos del Auditorio Nacional, regresó a la sala madrileña con una propuesta diferente y, si cabe, mucho más interesante. Entonces nos fulminó con una breve pero intensa aparición entre otras obras orquestales; en esta ocasión se presentó con un programa de carácter intenso y personal, perfectamente hilvanado entre obras y autores, y nos propuso un recital a solo con partituras representativas del máximo apogeo artístico de sus épocas respectivas.

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Beatrice Rana en el Auditorio Nacional
© Fundación Scherzo

Adalid de sus compositores patrios, nos presentó una singular obra de Castelnuovo-Tedesco, Cipressi, op. 17, que se encuentra en algún lugar incógnito entre el Romanticismo, el Impresionismo y el folclore. Tratándose de una obra menor entre el repertorio escogido, consiguió otorgarle personalidad e independencia, defendiendo con seguridad un fraseo sencillo y correctamente articulado. Destacó la interpretación de esta obra por sugerir algunos parecidos –lejanos– con el lenguaje sonoro de Debussy.

Tal vez lo más interesante fue precisamente la sección dedicada al compositor francés, si bien hemos de lamentar, una vez más, la destrucción ambiental producida por las incursiones de los teléfonos móviles en los compases finales de La Terrasse des audiences du clair de lune (¿tan difícil es enmudecer esos dispositivos?). Ofreció la pianista italiana un magnífico ejemplo de concentración no inmutándose ante esta interrupción, y manteniendo el carácter, el ritmo fluido y el sonido velado. También gozó de intensidad, ciertamente controlada, la interpretación de Ce qu'a vu le vent d'ouest; más interesada en destacar las virtudes ocultas de la partitura que en mostrar una innegable solvencia técnica, se pudieron percibir detalles ocultos, inhabituales en otras interpretaciones. Continuó con la endemoniada L'Isle joyeuse, que, diríamos, se vio ligeramente saboteada en su claridad por una velocidad excesiva y por una dinámica homogénea que desbarató el impacto propuesto por el compositor en el explosivo final.

Se dejó lo mejor para el extremo, abriendo y cerrando el recital con dos grandes obras en si menor, la Fantasía de Scriabin y la insuperable Sonata de Liszt. Como ocurre habitualmente en las fantasías, de formas caprichosas, lo que más desconcierta es la dificultad para seguir la estructura en la audición; pero en este caso pudimos gozar de una claridad estructural impecable, percibiendo todos los vaivenes temáticos, sus diálogos y sus partes contrastantes. No obstante, tuvo mejor acogida la Sonata en si menor de Liszt, sin duda un episodio inolvidable, toda vez que propuso una interpretación que atravesó innumerables estados de ánimo y afectos extremos, dotándola igualmente de una sensibilidad especial y de un carácter exaltado, sin que ambos extremos alternados se confundieran en una obra grande de varias secciones independientes.

Generosa, a pesar de del esfuerzo realizado en esta última parte del recital, aún tuvo el detalle de ofrecernos el desgarrador Primer estudio de Scriabin, y el juguetón y divertido estudio Pour les huit doigts de Debussy. 

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