Existen pocas maneras más ilustres de despedir el año que con un programa conformado íntegramente por obras de Wolfgang Amadeus Mozart. La música del compositor austriaco funciona como un espejo inagotable, cristalino y cómplice, que desarma al oyente cuando la interpretación no desmerece su trama. Especialmente en el caso de aquellas páginas que trascienden el mero (pero no menos asombroso) divertimento, porque encierran una suerte de confesión secreta, de mensaje embotellado para los oídos más conspicuos. Eso es lo que ocurre en la coyuntura que nos ocupa: Concierto para piano núm. 9 y Misa de réquiem en re menor.
Pudimos corroborarlo, primero, a propósito del talento descollante de Beatrice Rana. Ibermúsica acierta presentando a esta joven pianista de Copertino, que a sus 24 años ya acumula una plétora de éxitos (entre otros, Premio Gramophone a la artista joven del año 2017) y despierta pasiones no inmerecidas. En colaboración con su compatriota, el avezado Gianandrea Noseda, y la Orquesta de Cadaqués, desgranó el célebre “Jeunehomme”: toda una muestra de madurez innovadora y un paso adelante en la escritura del concierto clasicista.
El Allegro en mi bemol se abrió con energía y acorde al unísono (práctica habitual de la época para esta tonalidad), propiciando la réplica segura de la italiana. La sobria orquestación (archi, dos oboes y dos trompas) no restó majestuosidad al movimiento, que discurrió límpido y orgánico. En este sentido, hay que felicitar a los miembros del conjunto de Cadaqués, que supieron atender la exigencia de precisión con un sonido que nunca resultó rígido ni apretado. El Andantino en do menor justificó por sí solo la velada. Esta pieza de factura inconmensurable dialoga de modo diáfano con el dolor y reverbera en otros hitos del corpus mozartiano, como el Andante de la Sinfonía concertante o el propio Réquiem. Rana dominó el quejumbroso movimiento (el primero en el que Mozart empleó una tonalidad menor) apoyándose en dos recursos principales: pulcritud del desarrollo temático y artes de orfebre en la ejecución de las cadencias. Además, la Orquesta de Cadaqués, liderada por el gesto infalible de Noseda, acompañó siempre elegante, propiciando cada nueva frase con actividad rítmica y arcos ligeros (magnífico trabajo de violas). El Rondo final cerró el ejercicio con la máxima expresión de virtuosismo y genialidad. La dialéctica piano-orquesta fue un intercambio primoroso de habilidad técnica, fuerza y juego. Rana exhibió sus credenciales a través de pasajes vertiginosos y giros sorprendentes, que encontraron correspondencia por parte de Noseda y sus músicos (fantásticos pizzicatos, tutti y motivos melódicos). Una actuación encomiable que se prolongó con idéntico espíritu en la propina: Gigue BWV 825, de Johann Sebastian Bach.