Cerraba la temporada del ciclo de Grandes Intérpretes el argentino Nelson Goerner con un recital de los de antes: transversal en el tiempo, aunque comprendido en lo que podríamos definir el piano romántico, complejo en la primera parte y más brillante y virtuosístico en la segunda, terminando con una sensación reconfortante por el discurso positivo que se instalaba además por el buen hacer del intérprete.
Comenzaba el recital con la Sonata núm. 28, op. 101, de Beethoven, compuesta entre 1815 y 1816, la cual contiene un carácter discreto, bastante ensoñado, con intuiciones que abren al corpus final, a saber la Hammerklavier y las 3 últimas sonatas. Goerner enfatizó justamente ese carácter más amable, persiguiendo la construcción de frases amplias, a la vez que, para el gusto de quien escribe, se valió en exceso del pedal, perdiendo cierta nitidez del dibujo estructural así como de las finuras contrapuntísticas. Goerner compensó ese aspecto con una brillante agilidad en la digitación así como un eminente sentido del ritmo interno de la obra, plasmando un discurso fluido.
Con Carnaval de Schumann, Goerner ahondó en las dotes ya mentadas pero además recorrió la colección de piezas con mayor intención y personalidad que en la obra anterior. Aquí el uso del pedal fue mucho más ajustado y funcional, la gama de dinámicas extensa y variada dando un toque peculiar a cada pieza. Buena elección de los tempi, aunque tal vez podría haber aprovechado algo más las piezas más lentas para dar algo de respiro, pero en general se apreció que fuera una interpretación vigorosa, bien articulada por ese carácter casi de danza que se evoca constantemente en la partitura.
Tras el descanso, la parte más optimista y también difícil técnicamente, que empezaba con los 10 preludios del op. 23 de Rachmaninov. Son piezas cortas, estructuralmente simples, pero que obligan al pianista a sacar todos sus recursos, para que realmente resulten impactantes. Obligan a una dimensión sinfónica del instrumento, aprovechando las resonancias armónicas y por tanto exigen una continuidad en el trazo así mismo como la construcción de un clímax de cada pieza. Goerner estuvo muy acertado en ese aspecto, por lo que logró una interpretación de gran nivel, especialmente en la parte central que va del número 4 en re mayor al número 7 en do menor, donde destiló momentos muy inspirados, en los que la técnica estuvo al servicio de la poesía. Igualmente los pasajes de gran virtuosismo, con el despliegue de octavas, arpegios y escalas, fueron solventados con facilidad por el pianista argentino. Goerner decidió completar el concierto, al margen de los encores, con una página refrescante de escuchar, si bien exigente en lo técnico: los Arabescos sobre el Danubio azul de Schulz-Evler, basados en el célebre vals de Johann Strauss. El tema perfectamente reconocible pero sometido a todo tipo de destellos pianísticos fue un broche divertido y despreocupado en el que Goerner hizo gala, una vez más y ya con la libertad que el juego de la variación permite, a su pasmosa agilidad, toque brillante y elegancia.
En definitiva se trató de un recital bien construido, con más enjundia en la primera parte, pero de todas maneras muy agradable en la segunda, en el que destacó sobre todo el Schumann, donde Goerner conjugó con impecable destreza inteligencia musical con solidez técnica. Acogida en todo caso entusiasta hasta el final, en un auditorio que empieza a verse más vacío en este comienzo de casi verano madrileño.