La fama y la historia siempre preceden a los personajes y, la mayor parte de las veces, para mal, dado que generan sesgos que, normalmente, derivan de las percepciones de los demás. Que los grandes pianistas son dados a generar polémica, bien por su atuendo, por sus modales, por sus andares o por cualquier otra cosa que se nos ocurra, es un hecho constatable en la historia de la música. Con razón o sin ella, el caso es que se crea un personaje y que resulta costoso desprenderse de su carácter. Le ha pasado a Pogorelich que cada mención que se hace de su música lleva de regalo una correspondencia a diversos episodios de su vida que, en el fondo, al que acude a un concierto, no le afectan para nada. Quien haya visto a Pogorelich en este concierto por primera vez habrá visto a un señor con camisa blanca tocando un programa con más o menos altibajos que cualquier otro, pero con algunas cualidades que le individualizan respecto a los demás, y nada más que no tenga que ver con la música interpretada.

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Ivo Pogorelich
© Álvaro Panda | Fundación Scherzo

La sensación de que una primera obra aislada en un programa amplio se toca sin mayores entusiasmos no es, desde luego, una característica individual. Muchos lo hacen. Sin duda el Preludio en do sostenido menor, op. 45, de Chopin fue interpretado atendiendo a su innegable riqueza armónica y a su carácter más o menos improvisado y, tal vez por ello, no resultó sensacionalmente atractivo en el nivel emocional. Se presentó la misma perspectiva ante la acometida de los Estudios sinfónicos de Schumann, una obra de la que se dice que no le parecía al compositor muy adecuada para interpretar en público. Pogorelich afrontó los doce Estudios tradicionales, e incluyó las cinco variaciones póstumas que, en un principio, habían sido eliminadas de la edición original, tal vez por razones estructurales. Podríamos decir que estas variaciones no fueron interpretadas con demasiado entusiasmo desde el principio, pero ocurrió un fenómeno singular: que el pianista se fue incorporando a su propia interpretación y a la propia partitura, incrementando la sensación de conexión con la música y con la audiencia de una manera conmovedora. En este contexto, imprecisiones o indecisiones quedaron relegadas a la anécdota performativa, mientras que la calidad expresiva alcanzó un nivel intenso por medio de un sonido brillante, envolvente y, sobre todo, cómodo para el oyente.

Aquí podría haber concluido el concierto o, al menos, podríamos habernos evitado la transcripción del Vals triste de Sibelius, una obra que funciona a la perfección con la orquesta pero que, en este caso, resultó, además de innecesaria, desconcertante. Más interesantes resultaron los Seis momentos musicales de Schubert, un texto en el que volvimos a sentir la reconciliación del pianista con la profundidad expresiva y, sobre todo, con la declamación y la narración musical a través de brillantes cambios de color producidos, por ejemplo, en los cambios de tono y en la expresión de los silencios en el Moderato en do mayor. A cada quien sus gustos, aquí destacamos el Momento núm. 6 como uno de los más inolvidables del concierto, destacado por la evocación de una serenidad inusual en el tratamiento de sus temas melódicos, largos y luminosos. Solo un gran pianista es capaz de mantener en vilo la atención de una audiencia con una obra tan compleja y prolongada.

Tras la propina de Chopin concluyó un concierto, como ven, atípico e interesante, sin contratiempos extramusicales, más allá de los típicos móviles que siempre estropean todo. Como dijimos, un profesional que vino a dar un concierto y que se pronunció solamente con la música, tras lo cual, sin más, nos volvimos todos tranquilamente a nuestros quehaceres.

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