La orquesta The Hallé de Mánchester se encuentra en un momento de transición entre la titularidad de Sir Mark Elder, quien ha alcanzado los veinticinco años en este podio, y la del singapurense Kahchung Wong, cuya sucesión será efectiva a partir de la próxima temporada. Un cambio generacional en toda regla, que seguro condicionará la orientación del conjunto a tenor de lo escuchado.
Al emparejamiento de Falla con Stravinsky se le podría haber sacado mucho más partido de haber elegido otro orden y otra selección de obras. Incluso en las notas al programa se podría haber explicado la estrecha amistad que ambos compositores cultivaron, precisamente, desde 1910, año del estreno en París de la primera versión de El pájaro de fuego, y las concomitancias que tienen ambos lenguajes. Cabe recordar, por ejemplo, que el modelo de El retablo de maese Pedro, que no hace mucho presentó con éxito Les Arts, fue Renard, ópera-ballet del ruso. De este modo, lo único que relacionó a ambos títulos fue la coincidencia en el elemento incandescente. Para más inri, la “Danza ritual del fuego”, servida paradójicamente en frío a modo de breve obertura, resultó anecdótica. En ella, el gesto de Wong fue aparatoso y poco operativo. Los pianísimos se quedaron en medio forte, los timbales, tal vez por falta de adecuación a la acústica de la sala, se apoderaron de la sonoridad del fortísimo central, y algunos pasajes resultaron tan bien medidos en términos sofísticos que perdieron su embrujo. El oboe solista estuvo bien.
De El pájaro de fuego se presentó la revisión crematística de 1945. En líneas generales, el director, al igual que en el Concierto para violín de Brahms, que enseguida comentaremos, planteó una lectura que estuvo más pendiente de la estructura que de la continuidad narrativa. No obstante, me gustó, en particular, como fue añadiendo capas a la textura de la “Introducción” iniciada por una compacta cuerda de contrabajos y el fraseo de toda esta sección. Otro ingrediente interesante fue el uso estereofónico de trompas, situadas a la izquierda de la última fila, y de las trompetas, en el lado opuesto. También hubo pasajes coloristas. El control rítmico fue férreo, la “Danza infernal” resultó vibrante y cortantes los acordes del final del “Himno” que dio paso a la coda con un fortepiano poco efectivo. Entre las individualidades destacaría la solvencia de la arpista, la pianista, de la solista de flauta, del de oboe y el dibujo del contorno melódico que imprimió el fagot en un solo tirando a tímido. La pareja de clarinetes de The Hallé está formada por el valenciano Sergio Castelló López y la gallega Rosa Campos-Fernández.

Tampoco se puede decir que funcionase muy bien el maridaje de estas dos composiciones con el Concierto para violín de Brahms. En cierta manera resultaron insolubles, especialmente, gracias al carácter romántico de algunas de las melodías del Allegro, que, por otra parte, no se llegaron a percibir como tal. En la introducción, el cuerpo sonoro del conjunto estuvo demasiado presente. La cuerda destacó por el elegante fraseo, por su carnosidad, equilibrio y precisión –vuelvo a mencionar a los contrabajos– y las trompetas coronaron el pico climático con más descaro que acierto. En el Adagio la orquesta dejó cantar a Liza Ferschtman y en el último movimiento apareció cierto halo beethoveniano al estampar con carácter scherzando alguna de las secciones, delineadas con precisión, pero de nuevo carentes de comunicatividad. Ferschtman, de acuerdo con Wong, redundó en esto, al contrario de como sonó su bis: un pictórico y volátil “L’Aurora”, primer movimiento de la Sonata núm. 5 en sol mayor, de Eugène Ysaÿe.