Desde que hace nueve años devoré por primera vez las páginas de Momentos estelares de la humanidad, de Stefan Zweig, sus catorce miniaturas históricas se incrustaron para siempre en mi memoria. La impronta de estos asombrosos relatos fue tan notable que cuando, debido a cualquier clase de ocurrencia sobrevenida, comparece en mi vida alguna referencia compartida con dichos episodios confecciono de manera mental y al instante, casi como por resorte, un hilo invisible que conecta éstos con aquélla. Es por esta razón que no pude evitar releer, antes de llegar al Auditorio Nacional para conocer la versión del King’s Consort de El Mesías, el capítulo que Zweig dedica al milagroso modo en que Haendel compuso su más célebre oratorio. Así, con los ecos recuperados del febril proceso que se apoderó de su autor durante la escritura, y con los del significativo gesto de donar las ganancias del estreno en Dublín (y de las sucesivas representaciones) a actos de caridad, como la mejora de hospitales (¿en qué medida los promotores actuales se siguen haciendo cargo en este sentido de los beneficios derivados de reproducir El Mesías?), tomé asiento y me dispuse a comprobar qué ocurre con esta música en 2019.
La idea que más rápidamente acudió a mi conciencia, ya mientras Keri Fuge, Hilary Summers, Nick Pritchard y Edward Grint desgranaban con una corrección irreprochable (desde tal parámetro) los números relativos a “El nacimiento”, la sección inicial de El Mesías, consistió en una creciente sensación de incomodidad, que no me abandonaría hasta la finalización del concierto, ante lo que acerté a denominar como un nuevo ejemplo de concesión o complacencia con respecto a las posibilidades sonoras de la Sala Sinfónica. No se trata, efectivamente, de una experiencia infrecuente en lo referido a repertorio como el que nos ocupa, en el que la elevación de sus pretensiones se ve de alguna manera comprimida o disminuida cuando los auditorios de nuestros días sustituyen a los espacios de escucha en que dichos trabajos emergieron. Pero es conveniente distinguir entre las formaciones que interpretan esta clase de partituras desde el propósito de ensanchar, ampliar o, si se quiere, subvertir esa corrección a la que apuntaba anteriormente (ahora aludida en cuanto a la relación que los ensembles y orquestas mantienen con una determinada acústica) y aquellas que ofrecen resistencia a un formateo excesivo (casi siempre por manierista) del talante monumental o trascendental que impregna la obra en cuestión.
El planteamiento y la ejecución de Robert King, al margen de eventuales desafinaciones (particularmente localizables entre los violines I y las trompetas) y otros desajustes poco relevantes, fueron los de un Mesías con las virtudes y los defectos de lo domesticado: innecesariamente rígido pero exacto (un aspecto del que sin duda, para bien y para mal, hay que hacer responsable al propio King, que no escatimó en marcar anacrusas y en modelar con sus brazos la articulación de cantantes e instrumentistas), sobrio por contenido (una decisión que funcionó sólo intermitentemente, sobre todo con motivo de “La Pasión”, y que restó potencia expresiva en demasiados tramos, incluyendo el celebérrimo Hallelujah o el elaboradísimo Amen con el que el concluye la pieza), cumplidor pero monótono (se echó de menos un mayor arrojo por parte de coro y apartado solista, que, con arreglo a la soltura y precisión mostrada por Fuge, Summers, Pritchard y Grint, pareció conformarse con menos de lo que es capaz) y, en definitiva, adecuado pero inocuo. Es sabido que la ritualización de El Mesías le hace un flaco favor a quienes estamos más interesados en las dimensiones armónica, contrapuntística o tímbrica que en el componente devocional (a tenor del cual, según lo atestiguado anoche y si se tiene por verdadera la crónica de Zweig, también se produjo un menoscabo considerable), pero, independientemente del contexto que propicie su escucha, el resultado musical corresponderá en cada ocasión a los conjuntos designados a tal efecto. Por eso, si tuviese que sintetizar en una frase lo que me disgusta de este Mesías de The King’s Consort, citaría una de las corrosivas máximas de La Rochefoucauld: «Se ha hecho una virtud de la moderación para limitar la ambición de los grandes espíritus y para aliviar a la gente mediocre de su poca fortuna y escaso mérito». No es plausible que Haendel tuviese en mente este tipo de consuelo cuando redactó los primeros compases del "Comfort ye my people".